Republicanismo y Renta Básica de Ciudadanía / José Miguel Sebastián

Posted on 2010/07/16

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José Miguel Sebastián – ATTAC Madrid

Si algo caracteriza al republicanismo democrático es la defensa de un concepto de ciudadanía plena y la afirmación del monopolio del poder civil para la determinación del interés público, frente a la pretensión de disputárselo por parte de poderosos grupos privados, económicos o ideológicos.

Son los viejos principios republicanos que se basan en la identificación de la libertad con la ausencia de dependencia o dominación y de su fundamento en la independencia material o en el autogobierno en lo público y en lo privado. Y en que la libertad así entendida, la libertad republicana, no podrá mantenerse si la propiedad estuviera desigual y polarizadamente distribuida, en exceso.

Así, un Estado republicano tiene que favorecer formas alternativas de propiedad colectiva y todos aquellos mecanismos institucionales que doten de seguridad material y económica a todos los ciudadanos sin exclusión.

Esos principios se materializan en el jacobino derecho a la existencia social públicamente garantizado (Robespierre) o en un ingreso material incondicionalmente asignado a todos los ciudadanos por el solo hecho de serlo (Tom Paine), conceptos ambos que hoy están presentes en lo que llamamos renta básica de ciudadanía o ingreso ciudadano.

El empleo como eje del Estado social

Es indudable que en el siglo XX ese derecho a la existencia de todos tuvo un importante avance, al menos desde un punto de vista formal, con la constitucionalización del Estado social, en sus distintas formas, en las Constituciones del periodo de entreguerras y en las normas fundamentales posteriores a al fin de la II Guerra Mundial.

Sobre este trasfondo de la postguerra mundial, justamente se consolida el Estado Social como una especie de acuerdo o compromiso implícito de clases, expresado en un pacto asimétrico entre capital y trabajo: lo que se ha llamado pacto keynesiano o fordismo.

A tenor de dicho pacto que permitió al capitalismo disfrutar durante tres décadas de una expansión sin precedentes, el trabajo acepta la lógica de la ganancia y del mercado, a cambio de un capitalismo regulado, la consolidación del derecho del trabajo y la seguridad social, límites a la autonomía contractual civil, el desarrollo de criterios objetivos de responsabilidad, la previsión de riesgos y la juridificación de intereses colectivos hasta entonces excluidos del contrato social mediante el reconocimiento constitucional de los derechos sociales clásicos (sanidad, seguridad social, vivienda, educación, etcétera)

No obstante, como es sabido, el carácter meramente programático de los derechos sociales, da un sentido “débil” a su constitucionalización en comparación con las garantías jurisdiccionales que se otorgan a los derechos y libertades políticos “clásicos”, esto es, los derecho sociales son mandatos políticos o normas de efecto indirecto, no verdaderos derechos subjetivos, que requieren la intervención del legislador ordinario para su efectividad. Todo ello multiplica los espacios de legalidad atenuada y de preponderancia del decisionismo administrativo y, por tanto, de la discrecionalidad en el desarrollo y aplicación de los derechos sociales (Pisarello).

Por otra parte, aunque son evidentes las conquistas y mejoras sociales que en el Estado del bienestar se obtienen por los trabajadores y otros sectores vulnerables que hasta entonces estaban privados del ejercicio real y efectivo de la ciudadanía, es un hecho que el contexto de capitalismo fordista en el que se desarrolla implica que la protección de los derechos sociales se subordine en gran medida a la garantía de los derechos laborales, esto es, los derechos sociales se convierten objetivamente en un medio de costear la reproducción y cualificación de la fuerza de trabajo a través de las prestaciones sanitarias, educativas, de vivienda o de seguridad social y, únicamente, se obtienen si se ha participado en el proceso productivo como trabajador.

El empleo se configuraba así como la principal garantía del derecho a la inserción y del reconocimiento social.

De tal manera que en los llamados Estados del bienestar el reconocimiento formal de derechos no ha comportado la igualdad real de las condiciones de vida de los ciudadanos, sobre todo, de quienes no consiguen acceder, o acceden de forma limitada, a la ciudadanía a través del trabajo formal: mujeres fuera del mercado laboral o en la economía informal, desempleados de larga duración, discapacitados o extranjeros. Y las políticas asistenciales no han sido capaces de de acabar con la exclusión social, ni romper los espacios de dominación privados, económicos, culturales o de género, creando los subsidios de cobertura de mínimos a los más necesitados una importante espiral de dependencia en muchas personas, que les impide desarrollar sus respectivos planes de vida y, en ocasiones, les estigmatiza como culpables de su propia exclusión.

Neoliberalismo y crisis del Estado del bienestar

Estas tendencias del Estado social se ponen de manifiesto con más crudeza a partir finales de los años setenta del siglo pasado, con el inicio de la hegemonía del neoliberalismo que viene a romper el consenso fondista de postguerra. Dicho proceso caracterizado por la extensión de la economía financiera en detrimento de la productiva y la desenfrenada carrera por la reducción de costes sociales contribuye a socavar la base del contrato constitucional del Estado social.

Y así los derechos sociales y el bienestar material (“de la cuna la tumba”) que gran parte de la población trabajadora occidental parecía haber logrado irreversiblemente, como consecuencia de las luchas obreras de finales del siglo XIX y del primer tercio del XX y del compromiso de clases alcanzado después de 1945 se han visto seriamente amenazados en los últimos años de “globalización neoliberal”, en los que se han invalidado nexos causales como el de producción-ocupación, salario-productividad y ha disminuido el papel del Estado nación como agente del proceso de acumulación y como regulador, mediante la política fiscal, de la distribución de la renta.

La eliminación de controles políticos a los mercados, las políticas indiscriminadas de privatización y reducción de servicios públicos y la “rebaja” de los derechos laborales han acabado por desatar un aumento de las desigualdades sociales, más acentuado en estos tiempos de crisis económica aguda, que reduce la autonomía individual y colectiva de amplios sectores de la sociedad.

Paralelamente este capitalismo desregulado ha ocasionado la división de las clases trabajadoras, con un sector de obreros con empleos estables cada vez más minoritario, un creciente número trabajadores con empleos precarios, sin derechos ni garantías, cuando no en situación de exclusión como los asalariados con sueldos bajo el umbral de pobreza (working poors), en cuyo caso “el derecho al trabajo es el derecho a la miseria” (Lafargue).

Esta fragmentación y flexibilidad del mundo laboral, el cambio de la tipología tradicional de las formas de empleo y de las relaciones de producción, provocan una vuelta a la negociación individual de las condiciones de trabajo frente a la negociación colectiva, retrocediendo nuevamente la ficción jurídica de raíz liberal, contenida ya en el Código Civil napoleónico, de acuerdo con la cual los trabajadores son propietarios libres de su fuerza de trabajo y, por tanto, con la misma capacidad jurídica que el resto de propietarios para realizar actos y negocios jurídicos, sin coacciones, ni condicionamientos.

Por el contrario, para la tradición republicana el trabajo asalariado es una forma de esclavitud a tiempo parcial o una especie de esclavitud limitada (Aristóteles) del trabajador respecto de los empleadores, propietarios de las condiciones objetivas de trabajo, ya que sólo puede trabajar con el permiso de estos (Marx). Y es indudable que la subordinación imperante en las relaciones laborales, a pesar de la constitucionalización de los derechos sociales y de los principios del derecho del trabajo, se ve incrementada en el caso de la contratación y negociación individual cuando carece de los contrapesos adecuados y de los vínculos de solidaridad de clase, articulados como formas colectivas de representación y mediación, como sucede con la actual crisis de los sindicatos obreros clásicos.

Hay que ser conscientes que en estas circunstancias el empleo ha dejado de ser la principal forma de integración social, al haberse roto el modelo de pleno empleo sobre el que giraba el Estado del bienestar. La situación actual del mercado laboral se caracteriza por una inseguridad que no tiene sólo que ver con la disminución del volumen de trabajo, sino también por el dominante principio neoliberal de abaratar para las empresas los costes sociales, lo que lleva inevitablemente a la precarización de la situación de los trabajadores y al deterioro de los derechos laborales.

En este contexto, el desempleo es un ya un fenómeno estructural, acentuado en estos tiempos de crisis. Ningún trabajador activo tiene la certeza de disfrutar de un empleo para toda la vida, ni de cotizar la suficiente para generar el derecho a una pensión de jubilación en el futuro, ya que las trayectorias laborales son fragmentarias e inciertas y los gobiernos tienden a recortar las prestaciones públicas y endurecer los requisitos para acceder a las mismas. Al mismo tiempo los índices de pobreza aumentan y por debajo de su umbral están muchos asalariados.

Por tanto, más que reivindicar el derecho al empleo habría que reivindicar el derecho al trabajo en un sentido amplio (José Luis Rey), como derecho a la inclusión y reconocimiento social, como el derecho que toda persona tiene a desempeñar una tarea en la que aporte su creatividad, sus dotes psicológicas y sus aptitudes físicas. El empleo o trabajo asalariado es pues un subtipo de trabajo, junto a otras ocupaciones de igual relevancia social, aunque no lo suficientemente valoradas o reconocidas, como el trabajo voluntario, el trabajo doméstico o el trabajo en el cuidado de otros.

¿Cómo se garantizan los derechos sociales en el marco de la crisis del Estado social o del Estado del bienestar?

Aparte de la extensión a los derechos sociales, en la medida de lo posible, de las garantías jurisdiccionales que ya tienen los derechos políticos “liberales”, vinculando a los poderes públicos, pero también a los poderes sociales y económicos, al cumplimiento, en esta materia, de las obligaciones de respeto promoción y no discriminación, la izquierda debe seguir reivindicando la necesidad del gasto público y del gasto social, financiado con un sistema tributario progresivo, para mantener los servicios públicos y la universalidad e incondicionalidad de las prestaciones sanitarias, educativas, sociales, culturales y económicas públicas.

Pero con eso no basta, también el Estado ha de asegurar a cada miembro de pleno derecho o residente de la sociedad su derecho a la existencia social mediante una renta básica universal de ciudadanía, incondicionalmente garantizada a todos de forma individual, independientemente de otras fuentes de renta, sin necesidad de una comprobación de recursos y sin requerir el desempeño de algún tipo de trabajo o aceptar un empleo ofrecido.

La Renta Básica de Ciudadanía se configura así, no sólo como un derecho subjetivo, sino también como una “garantía primaria” (Ferrajoli) en cuanto aplicación de una política de igualación social, sustancial y universal, que aunque, aparentemente más costosa, a la larga resulta más legítima y eficaz. Por un lado, permitiría ampliar la autonomía individual y colectiva de las personas, ayudando a erradicar las situaciones de pobreza y conjurando la estigmatización y clientelismo que suponen las políticas sociales condicionadas a pruebas de recursos. Por otro, simplificaría la gestión y reduciría los costes de la mediación burocrática de los regímenes asistenciales tradicionales.

En ningún caso, los partidarios de la Renta Básica creemos que esta sea un sustituto del Estado social o una coartada para recortar más derechos y avanzar en su desmantelamiento. Por el contrario la creemos que un ingreso ciudadano universal puede ser una medida eficaz y, desde luego, no la única para consolidar y preservar los derechos sociales.

En lo que concierne a las relaciones laborales y el mercado de trabajo, un ingreso básico ciudadano universal facilitaría incondicionalmente a todos los individuos un umbral mínimo de autonomía material, de manera completamente independiente de su condición laboral y familiar, y constituiría un freno a la dominación social y económica que padecen la mayoría de los ciudadanos.

La seguridad en los ingresos, que la garantía de una renta básica comportaría, impediría que los trabajadores se viesen impelidos a aceptar una oferta de trabajo a cualquier condición, lo que dotaría a los trabajadores de una posición de resistencia mayor de la que poseen ahora (Raventós).

Y en el actual proceso de “individualización” de las relaciones laborales y de producción, la disponibilidad de una renta independiente de la actividad laboral y, por tanto, desconectada del chantaje de la necesidad incrementaría indudablemente el poder de negociación de los trabajadores, no sólo en el plano individual, sino también en el colectivo, ya que la renta básica podría favorecer el desarrollo de nuevas formas de reivindicación social y ayudar a recomponer la unidad de acción de las distintas subjetividades en que se divide hoy las clases trabajadoras. Incluso se ha dicho que la renta básica podría ser en caso de huelga, una especie de caja de resistencia incondicional e inagotable (Wright).

Por otra parte, un ingreso básico garantizado, en una cuantía suficiente, permitiría afrontar la actual tendencia al incremento de la jornada laboral, ya que los trabajadores dependientes, en general, y los especialmente afectados por el resucitado principio de disponibilidad laboral, como los precarios o los “autónomos por cuenta ajena”, podrán optar por trabajar menos horas, sin que ello comporte necesariamente una disminución de sus ingresos, con una simultanea mejora en su calidad de vida, ofreciendo a todos la posibilidad de combinar el tiempo dedicado a la actividad laboral o profesional con el dedicado a las tareas de estudio, al cuidado de otros, a la formación o a la participación cívica.

Asimismo, entre otros efectos positivos, el establecimiento de una Renta Básica de Ciudadanía:

Favorecería la auto-ocupación y la economía social.

Reconocería a aquellos que realizan trabajos distintos del remunerado, pero de igual utilidad social, como el trabajo voluntario, los cuidados de otros o el doméstico.

Potenciaría la elección de trabajos a tiempo parcial o la reducción de la jornada, estimulando un reparto del trabajo y la creación de nuevos empleos.

Ayudaría a acabar con la “trampa de la pobreza” provocada por lo subsidios condicionados, ya que la renta básica se percibiría se trabaje o no, por lo que hasta un empleo escasamente retribuido podría mejorar la renta neta con respecto a una situación de inactividad (Van Parijs/Vanderborght).

Equivaldría a transferir los subsidios al empleo que hoy van a manos de los empresarios (bonificaciones en las cotizaciones sociales, deducciones fiscales, etc.) a las de los trabajadores para que ellos puedan decidir que empleos merecen ser subsidiados (Van Parijs).

Bibliografía de referencia:
Gerardo Pisarello. Del Estado social legislativo al Estado social constitucional. Isonomia nº 15, octubre de 2001.
Antoni Doménech y Daniel Raventós. La renta básica de ciudadanía y las poblaciones trabajadoras del primer mundo. Le Monde Diplomatique (edición española), número 105, julio de 2004.
Gerardo Pisarello y Antonio de Cabo (eds.). La renta básica como nuevo derecho ciudadano. Trotta 2006.
Philippe Van Parijs y Yannick Vanderborght. La renta básica. Una medida eficaz para luchar contra la pobreza. Paidos 2006.
Daniel Raventós. Las condiciones materiales de la libertad. El Viejo Topo 2007.
José Luis Rey Pérez. El derecho al trabajo y el ingreso básico. ¿Cómo garantizar el derecho al trabajo? Dykinson 2007.