¿Hasta qué punto es inminente el colapso de la civilización actual? – Epílogo

Posted on 2018/12/22

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¿Hasta qué punto es inminente el colapso de la civilización actual? – Epílogo

Estas formas podrían acabar siendo el principal icono de nuestra civilización (Imagen: LLDC)

Estas formas podrían acabar siendo el principal icono de nuestra civilización (Imagen: LLDC)

Índice de la serie y enlaces

Hemos vivido hasta ahora en la ilusión de creer posible lo que es acorde con nuestros deseos, dando por hecho que para su materialización bastaba con intervenir astutamente en el mercado a nuestro favor. Y que, si todos hacíamos más o menos lo mismo, todos íbamos a salir ganando.

Pero esto ha sido un espejismo. Las leyes de la física no son negociables con criterios económicos, ni con cualesquiera otros. No son sólo curiosidades intelectuales: nos rigen, nos guste o no, y debemos adaptarnos a ellas. Se vuelven contra nosotros si no les hacemos caso.

Economía

Uno no puede por menos que preguntarse por qué un modelo como World3 de LLDC, que el tiempo no ha desmentido desde 1970 – al menos por ahora – es rechazado con tanta contumacia por la economía ortodoxa, mientras el DICE de William Nordhaus, basado en el modelo neoclásico de Solow-Stiglitz y establecido en los 80, que comenzó a fallar a partir de 2000 (744) – y encima incumple el principio de conservación de la masa – sigue siendo una de las principales guías de la política climática y constituye la base de las negociaciones al ser aceptada como legítima por (casi) todas las partes. Hasta el punto de que algunos extienden su validez hasta el siglo XXIII (si, 23) para obtener financiación, pública y privada, en base a sus resultados. Por favor, reflexione sobre ello.

Y pregúntese también a quiénes están sirviendo realmente los que siguen apostando por un crecimiento permanente sin contar con los límites físicos, por lo demás algunos ya muy superados y no sólo en términos de huella ecológica (745). Y por qué desprecian sus costes, demostrablemente muy superiores ya a los beneficios (746). Es más: estos costes son impagables, pues la civilización industrial, tal como la conocemos, ha contado como elemento necesario para su existencia con una energía siempre creciente. Pero ahora sabemos que esto se acaba. La civilización industrial actual comienza a darse cuenta, todavía de forma muy incipiente, de que, muy pronto, si es que no está ocurriendo ya, no podrá sufragar los costes de su propia existencia.

La dificultad principal reside en que, en el marco de la economía neoclásica (ponga capitalista si lo prefiere), el sistema no funciona sin ir siempre a más (747), y de ahí el mantra. Si, como es previsible, desaparece la expectativa racional de beneficio futuro, concepto económico central desde los años 70 (748), los créditos con interés no podrían devolverse, y por tanto no se van a otorgar. Luego no podrá haber inversión, por muchos estímulos monetarios que se establezcan temporalmente, cortoplacistas por naturaleza y que llevan a que más dura sea la caída.

Con ello se derrumba el sistema financiero actual, llevándose por delante buena parte del pegamento invisible que nos hace a todos co-dependientes y dificultando además sobremanera la extracción de productos energéticos. Y hay muchas más cosas que se van por el desagüe.

Hace tiempo ya que no hay excusas. Pero ahora sabemos sin género de dudas que el paradigma en el que hemos crecido funcionaba sólo en la medida en que no hubiera límites de expansión, y pudiéramos además conseguir siempre la energía deseada para movilizar lo que hiciera falta, y hacer así que las cosas ocurrieran. Cada año éramos capaces de disponer de cada vez más energía. Éramos pues cada vez más potentes – del latín potentĭa: “poder, fuerza” – para hacerle realizar a nuestra megamáquina  cada vez más trabajos por unidad de tiempo. Todo ello en base a una racionalidad (económica, y promovida culturalmente) que responde al grito dominante de más es mejor. Sin preguntarnos en ningún momento cuánto era suficiente, cuándo no se podía ni se debía ir más allá.

La civilización industrial tuvo la suerte de encontrar este creciente horizonte de sucesos en la combustión acelerada de los materiales fósiles. Los límites no se habían superado, de modo que lo imaginado tenía muchas posibilidades de realizarse (y permanecer) – desde luego muchas más que lo que va a ser posible a partir de ahora. Los economistas clásicos quisieron convertir lo que era la dismal science[1] en algo divertido, y a fe que lo consiguieron. Pero tras la fiesta está llegando algo peor que una resaca monumental. Algo realmente mucho peor, para lo que no estamos preparados ni disponemos de herramientas filosóficas, ni  éticas, y está por ver hasta qué punto nos sirven muchas de las materiales que hemos desarrollado hasta hoy.

Llegados hasta aquí, muchos nos damos cuenta casi súbitamente, horrorizados, de que hemos basado un sistema económico, y con él todo un sistema social y de relaciones y valores, en una ciencia, como la económica mainstream, manifiestamente deficiente. Que nos condiciona en gran manera sin haberle dado en ningún momento permiso consciente. Hasta el punto de que llamarle ciencia a esto es… muy poco riguroso. Barry Commoner ya advertía que el sistema sociotécnico en el que vivimos está mal diseñado; entiendo que lo dice como si fuera un error de ingeniería. Desde luego haber permitido la creación de una megamáquina que opera aceleradamente contra la vida en la Tierra no puede ser sino un gran, un magnífico error colectivo.

Tras el propio reconocimiento del hundimiento del edificio intelectual neoclásico por parte nada menos que del presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos cabría esperar una mayor modestia por parte de la profesión, que muchos agradeceríamos y valoraríamos. Los economistas responsables deben poner a trabajar inmediatamente sus conocimientos y su capacidad fuera del estricto marco vigente cuanto antes, y facilitar el desarrollo de las corrientes no ortodoxas, singularmente la ecological economics. Esto nos permitiría viajar a todos en el mismo barco, cosa que resulta ahora de todo punto ineludible. No queda tiempo, ni es la hora ya de disputas. Hay que ir todos a una.

¿Somos así?

El negacionismo climático, económico o de lo que sea, es una molestia que sólo es posible soportar desde la voluntad activa de convivencia presente, pero no desde la lógica de mejora ni de la convivencia o supervivencia futura. No sólo tiene influencia en el tiempo de reacción, llevándonos a la fatalidad por superación de los umbrales fatídicos. Es peor si cabe. También nos condiciona la propia reacción, como he sugerido que podría estar ocurriendo en el ejemplo del activismo clásico del bien común.

Pero lo más intolerable es que, encima, estos objetores de la realidad nos hagan creer que los humanos somos así. Si somos así es porque estamos así incentivados, no porque ninguna naturaleza humana sea especialmente mala y perversa. El comportamiento humano es muy dependiente de los estímulos y es por defecto mucho más gregario, altruista y colaborativo de lo que cabría deducir del prototipo occidental actual. Son profundamente ofensivos los economistas cuando ventean en los medios que no hay alternativa, que no tenemos remedio porque somos muy egoístas y muy mala gente, que ‘somos así’[2], hasta el punto de que muchos asumen el ‘egoísmo y el espíritu de clan’ como algo inmanente.

¡No es verdad! Y encima lo afirman con mayor insistencia precisamente quienes provocan este comportamiento, implícito en sus modelos, mediante su cosmovisión inducida que se autorreproduce. Nos la imponen a todos los demás sin apenas darnos cuenta, ni darse cuenta siquiera ellos del alcance letal de sus actos y recomendaciones. Creyendo que reflejan la realidad lo que hacen es diseñarla, construirla, normativizarla ex-ante, con un alcance cultural acumulativo mucho más extenso de lo que pueden sugerir las meras medidas puntuales de ‘política económica’. Lo hacen sin preguntar, porque ellos dicen saber qué es lo que hay que hacer, cómo ser más eficientes. Sin preguntarse si ya tenemos bastante, ni interrogarse por el coste de esta eficiencia en otros términos que los de la utilidad subjetiva que otorga el dinero.

La mayoría de los (macro)economistas actuales serán vistos desde el futuro de forma análoga a cómo percibimos hoy a las brujas y a los inquisidores del Medioevo, pero con consecuencias mucho peores. El problema ha llegado a un punto de gravedad y peligro demasiado importante como para ser abandonado a la mera ideología (749).

Energía

Y es que la energía, económicamente, parece como si viniera detrás. Pero físicamente es simultánea, permitiendo la causalidad de los fenómenos de la megamáquina en todas sus generalidades y en todos sus detalles. Si el flujo de energía neta a disposición desciende, cosas que antes sucedían, o podían suceder, dejarán de ocurrir o de ser verosímiles.

Dese cuenta de lo que esto significa realmente. Algunas cosas pueden ocurrir de otra manera, otras de manera quizás más lenta. Pero muchas, simplemente, es que no pueden ocurrir, no van a ocurrir: el espacio de realidad se reduce, se reduce cada vez más, y más. En estas condiciones, una buena parte de lo imaginado, muchos desiderata de muchos, personas y organizaciones, que antes podrían considerarse verosímiles y realizables, simplemente dejan de serlo. Porque les va a faltar la energía que las haga posibles.

Éste es el punto donde encuentro más dificultad de comprensión del fenómeno: con menos energía ocurren menos cosas. No es una cuestión económica, ni social. Las cosas dejan de ocurrir, sencillamente. Y algunas terriblemente.

Una forma de visualizarlo consiste en calcular cuántos esclavos fósiles (virtuales) tenemos cada uno de nosotros. Pues en 2009 eran del orden de 14, en promedio mundial. Cada uno de nosotros, en promedio, tiene alrededor de 14 esclavos fósiles a su disposición, medido en términos de CO2 emitido[3] (750). El estadounidense medio cuenta con unos 100 esclavos (751). Si se reduce el número de esclavos, desde luego ocurrirán menos cosas. La productividad no es otra cosa que disponibilidad energética complementada con información orientada a un fin.

Con menos esclavos, menos sucesos, y así menos valor añadido, por mucho desacoplo que invoquen los economistas al uso.

Esto del desacoplo es como querer que los esclavos trabajen más comiendo menos, y dando además por supuesto que a partir de hoy les daremos las instrucciones correctas que hasta ahora hemos evitado a pesar de nuestro desmedido afán por la eficiencia y el surplus. En su ética radicalmente antropocéntrica, obscenamente elitista, de lo que en realidad se han desacoplado es del entorno físico, del medio ambiente, de la naturaleza, ahora sí, incluidos la mayoría de seres humanos. Una vez desenganchados filosófica y emocionalmente del “otro”, lo que le ocurra pasa a tener muy poca o ninguna relevancia, lo perdemos de vista, funcionamos como si no existiera (752). Como opción vital individual discutiríamos si es o no respetable, o hasta qué punto. Pero técnicamente es un suicidio, y socialmente resulta en un genocidio.

Filosofía

Así pues hemos basado la modernidad en una magnífica filosofía para nuevos ricos adolescentes – la herencia cultural y económica de la Ilustración – que contaba implícitamente, sin saberlo, con el crecimiento energético continuo. No contaba con la existencia de límites porque le molestaban y, cuando los advertía, rehuía la mirada. Así hasta hoy.

Cuando la energía disponible por unidad de tiempo y su evolución sea percibida como siempre descendiente a largo plazo por la población, como así va a ser a no mucho tardar, el mundo será, de pronto, muy distinto al actual (723,753). No es fácil cambiar los esquemas mentales de lo posible para adaptarlos a la nueva situación no transitoriamente menguante. No es lo mismo vivir aspirando a más habiendo camino por recorrer, con o sin overshoot añadido, que habitar un entorno de continuo achique del espacio de sucesos, posibilidades y oportunidades. Donde, por ejemplo, la posibilidad del win-win[4] como atractiva salida civilizada a los conflictos se reduce, se reduce siempre, en lugar de aumentar. Por ejemplo, cuando cesa el crecimiento deja de haber migajas para las no-élites, lo que devuelve una vez más la problemática de la igualdad y de la distribución de lo posible a una posición central del debate político.

Y es que cambiará hasta la filosofía: los pensadores modernos, los de la Ilustración, nuestros referentes, iconos de nuestra civilización, deberán ser profundamente revisados y cribados, y muchos serán (solo) historia dentro de poco tiempo. Historia de cuando podíamos acordar que ocurrieran más cosas. Volveremos de nuevo la vista hacia los clásicos, de quienes nunca debimos desconectarnos. La idea de progreso deberá ser revisada en profundidad, siempre con dolor. Algunos incluso hablan del final de la religión del progreso (754), una suerte de choque violento de las ilusiones de juventud contra el muro infranqueable de la realidad.

El decrecimiento no es ni una ideología ni una elección

Hemos visto a lo largo de estos textos que tanto para la gestión de los recursos del presente y del futuro de la forma más eficiente (y suficiente) posible, como para hacer la revolución si lo consideramos necesario, la dinámica de sistemas es una herramienta de gran poder persuasivo para quien se adentra en ella, y desde luego de gran utilidad. También para el adversario que, téngalo usted por seguro, ya la emplea.

Está (probablemente, esperemos) en nuestras manos elegir cuál de las trayectorias posibles tras la bifurcación, que corresponde al inicio del colapso (cima de la curva de LLDC que tenía lugar en 2015), acabamos de ejecutar finalmente. Pero mediante la dinámica de sistema tenemos el privilegio de irnos enterando de cuáles no pueden ser transitadas ya. Es imprescindible atender al principio de realidad, mucho más por cuanto no nos queda margen para el error. Es pues decisivo prever el próximo escenario por lo menos a grandes rasgos – y podemos hacerlo – para evaluar desde ahora mismo de qué marcos éticos nos dotamos de cara al futuro.

Si en verdad el capitalismo es imposible sin crecimiento del PIB a medio o largo plazo, y así parece ser, y el crecimiento en general pronto será una imposibilidad física, y así va a ser – o ya es, maquillajes aparte – dígame usted qué futuro tiene el capitalismo. Y qué opciones nos quedan. Si hasta ahora el establecimiento de prioridades era un criterio conveniente, cuando disminuye la energía, y con ello la cantidad de fenómenos que pueden suceder, incluida la propia supervivencia, las prioridades que establezca el nuevo marco normativo se convierten en el aspecto más crítico de la existencia.

El manifiesto Última Llamada, que sólo se puede calificar de ideológico si no se ha leído con atención – o desde la mala fe – afirma que tenemos muy poco tiempo para idear un nuevo sistema socioeconómico. Cinco años, a lo sumo. Esto podría ser así siempre que tengamos la suerte de que LLDC, y demás modelos, no acierten en sus previsiones cuantitativas acerca del presente y del futuro inmediato.

Y es que ser decrecentista no es una elección, ni un plato de buen gusto. Como espero haber demostrado a lo largo de estos textos el decrecimiento, incluso el colapso, es una realidad próxima, una conclusión inescapable, algo para lo que hay que ir preparándose desde ahora mismo. Individualmente, pero sobretodo colectivamente. Jorge Riechmann manifestó el pasado lunes en una abarrotada Aula Magna de la Universitat de València que ‘el colapso es inevitable; sólo queda prepararse para el post-colapso’. Dijo también que la medida del éxito se establecerá en el futuro en términos de la magnitud del genocidio resultante.

Recuperar la ilustración perdida

Entretanto, hemos de volver a los orígenes de la Ilustración perdida cuanto antes mejor. Tal vez una nueva Revolución Francesa sería la mejor respuesta ilustrada. Ahí podríamos reencontrar la savia original que nunca debió perderse en el magma relativista de un postmodernismo degradante llevado al paroxismo. Para ello necesitaremos ahora mucha más gente frente a la Bastilla que quejándonos y descomprimiendo la indignación a través de las redes sociales o (sólo) en las urnas.

Estamos ahora ya en condiciones de hacer uso, por fin, del inmenso privilegio que atesoramos, como especie, por haber descubierto ya suficientes leyes de funcionamiento de la naturaleza gracias, entre (no muchas) otras cosas, a la disponibilidad temporal de gran cantidad de energía útil como condición necesaria. El conocimiento que hemos desarrollado y acumulado entretanto es inmenso, por mucho que requiera de selección y cribado. Y es básicamente inmaterial – aunque requiera cierto soporte material para su adecuada conservación y difusión. ¿Vamos a despreciar esta nuestra mejor riqueza, nuestro mejor legado, nuestro único éxito duradero?

Tenemos pues frente a todos nosotros (¡no de nuestros nietos!) una de las perspectivas más inquietantes que quepa imaginar. Esperemos que no sea peor de lo que parece previsible[5].

Trabajemos por ello, cada uno en lo que pueda y crea ser mejor. Por mi parte sólo veo tres posibilidades de respuesta personal: negacionismo, nihilismo o activismo[6]. Yo he elegido firmar el manifiesto Última Llamada, unirme a ese grupo, y escribir estos textos para tenerle al corriente de mis averiguaciones y reflexiones.

Ahora es su turno. Por favor, haga usted su elección.

 

Índice de la serie y enlaces

Notas al pie

[1] Dismal science: ‘ciencia lúgubre’ o ‘funesta’, término acuñado por el historiador victoriano Thomas Carlyle en el siglo XIX (erróneamente atribuida a un comentario sobre Malthus)
[2] Se lo he oído decir más de una vez a Santiago Niño Becerra
[3] Cada uno de nosotros consumimos unos 90 kg de carbono al año
[4] Todos ganan
[5] Ugo Bardi se hacía también esta misma reflexión (755)
[6] Tomo esta idea del documento Nihilism, Fundamentalism, or Activism: Three Responses to Fears of the Apocalypse (756)

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