Acuñó la palabra antifranquista en los 50, cuando levantar la voz era riesgoso. Gaditano de cuna y de gracejo, el director de ‘Los que no fuimos a la guerra’, historia viva del cine español, pone a prueba aquí algo más que su memoria
JAVIER OLIVARES LEÓN. Publicado en AISGE
Reportaje gráfico de ENRIQUE CIDONCHA (@enriquecidoncha)
Su padre arraigó la romántica costumbre de pasear en barca a su madre por la bahía de Cádiz. Aunque ella estuviera embarazada. Aunque corriera diciembre. Aunque chafaran la escena los malos vientos de Cádiz. Y claro, una tempestad lanzó al ingeniero del puerto y señora muchas playas más allá. Se adelantó el parto y Julio Diamante nació cuatro días antes de que doblara el calendario. De no haber sido por aquella inclemencia, habría visto la luz en 1931, el año de la República. Su año. Cerca de los 87, conserva una clarividencia adolescente. Sobre el cine y sobre todos los acontecimientos que han hecho imprescindible su biografía desde los años cincuenta. En su tarjeta de visita lo mismo podría leerse “cineasta” que “profesor” o “antifranquista confeso”. Por si quedan dudas, saluda y se despide con un “Salud y república”.
– No tiene usted acento andaluz.
– Es que me trasladé a Madrid muy temprano. Destinaron a mi padre a Canales de Lozoya [hoy Canal de Isabel II]. Me encantaban los jardines de la institución, como me encantaba Cádiz. Era un niño y resultaba fácil adaptarse.
– La guerra civil les pilló casi instalándose.
– Casi. Le encargaron trabajar en las defensas de Somosierra y luego, durante la guerra, fue responsable de la distribución de aguas en Madrid. Tuvo una misión peligrosa: cortar el agua de la zona que estaba en lo que hoy es el Hospital Clínico. Salió airoso. Otras veces reparaba averías grandes, por los bombardeos.
– ¿Nunca se afilió a ningún partido?
– No, pero simpatizaba con los de izquierdas. Le nombraron comandante en jefe del Batallón de Puentes. Se fue a la campaña de Aragón y construyó los puentes sobre el Ebro. Todo alto secreto.
– ¿Qué recuerdos tiene de la guerra?
– Hombre, cuando empezó yo tenía cinco años y acabó a mis ocho y pico. Es distinta la memoria al empezar y al acabar. Vivíamos cerca de la avenida de Reina Victoria. Un día, muy al comienzo del conflicto, un francotirador alcanzó a un hombre en la calle Ríos Rosas. No sé qué fue de él, pero recuerdo bien sus gritos de dolor. Horroroso.
– Los niños de entonces relatan el estruendo como una pesadilla.
– Es imborrable. Otra vez, a la salida del cine Actualidades de la Gran Vía, con mi madre, nos cogió un bombardeo y nos tuvimos que refugiar en el metro. La gente corría y había personas instaladas ahí abajo, con colchones.
– ¿Volvió a ver a su padre durante el conflicto?
– No. Le hicieron prisionero en Cataluña. Le llevaron caminando hasta un campo de concentración en Avilés, y luego a la prisión de El Coto, de Gijón. Yo le vi cuando volvió a Madrid. Fuimos a visitarle a varias prisiones: Conde de Toreno, Yeserías, Santa Rita… Al final le mandaron a Toledo, a un campo de trabajo.
– ¿Qué le decía su madre sobre el motivo de la entrada en prisión?
– Yo era hijo único y mi madre procuraba suavizar la realidad. Mi abuelo, también Julio Diamante, también ingeniero, durante la República y la guerra había sido jefe nacional de carreteras. Yo, realmente, conocí a mi abuelo en la cárcel. Al tener un puesto gubernativo, se recluyó en Valencia con el gobierno. Total, dos recorridos de cárceles.
– ¿Cuándo abandonaron la prisión?
– Mi abuelo acabó muriendo en la cárcel en 1945, en Madrid. Fue el mismo año en el que la abandonó mi padre. Hubo una especie de amnistía por la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial. Pero mi padre no pudo reingresar en el Cuerpo de Ingenieros hasta 1973.
– ¿Por qué no estudió usted ingeniería, con tanta estirpe?
– Porque lo que me interesaba realmente era la medicina. Leía a Freud, me gustaban la filosofía y la psicología. Mi padre conocía a algunos médicos, como el doctor Tortosa, pero no tenía tanta influencia sobre mí. Llegué a hacer tres cursos de medicina y no lamenté dejarlo. Eran muy teóricas todas las asignaturas, no lo vivía.
– Y el cine, ¿cuándo entra en su vida?
– A mediados del bachillerato, a los 14 o 15 años. La posguerra era una época en la que el cine formaba parte de la vida española. Entre el frío que hacía en las casas y la tristeza en la calle, te refugiabas en la sesión doble o triple. Mi madre llevaba una merienda-cena a la sala.
– ¿Leía usted sobre cine?
– Me empollaba la historia del cine. Devoraba los pocos libros a los que podías acceder en España. Pero empecé a estudiar medicina. Y entonces ignoraba que existía el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, luego Escuela de Cine.
– ¿Su pasión por el teatro brota en la universidad?
– Así es. Pero el que se hacía aquí no me interesaba. Cogí la costumbre, muy saludable, de irme a Francia, después de cada curso o en Semana Santa. En París se cocía todo. Allí estaba la primera cinemateca del mundo, dirigida por Henri Langlois. En España era imposible acceder a nada, pero en la filmoteca de París descubrí las cinematografías alemana, sueca, británica… Me abrió los ojos.
Idealistas encarcelados
– ¿Y la vena política, quién se la inculcó?
– Siempre me ha interesado la política. Yo no entendía que personas tan buenas como mi abuelo estuvieran en la cárcel. Mi madre trataba de justificarlo: “Es que son idealistas”. [Risas]. ¡Ni que eso fuera malo! Tenía una gran base que forjé por mi cuenta. El doctor Tortosa me dejó un libro: El arte y la vida social, de Yuri Plejanov, un menchevique con la cabeza bien organizada. Pero fui conociendo otros libros de ediciones especiales.
– O sea, que el antifranquismo ya lo tenía grabado.
– Mucho. En 1954 fundé con tres amigos la primera célula antifranquista de la universidad de Madrid. La idea era hacer un proyecto del Congreso Universitario de Escritores Jóvenes. Un eufemismo, porque teníamos claro que lo de menos era el congreso. En 1955 me hicieron secretario general: me encargaba de reuniones, boletines…
– En ese año 1955 tuvieron lugar las Conversaciones Cinematográficas de Salamanca.
– …Que tuvieron mucha importancia en el orden social y político, más allá del cine. Se trataba de iniciar un diálogo de gente con inquietudes, de izquierdas y de derechas. Teníamos a la policía cerca. En la previa de la inauguración se pasó mi práctica en la Escuela de Cine, El Proceso, sobre cinco secuencias de la obra de Kafka. Tuvo buena acogida.
Entre octubre de 1955 y la primavera de 1956 se desata el bullicio universitario. Diamante evoca con pelos y señales los acontecimientos y la evolución de su pensamiento. Fallece José Ortega y Gasset. Marcha-homenaje hasta el cementerio de San Isidro, previo corte de la Gran Vía. “Insólito”. Le apodan El orador de San Bernardo, por razones obvias. Le nombran director de teatro de la facultad de Derecho. Se endurece el trato policial. Sirenas. Prohíben los ensayos y la representación de El Proceso y el Congreso Universitario de Escritores.
Elecciones universitarias. Enfrentamientos con los falangistas del Sindicato Español Universitario (SEU). Tanqueta policial de agua. Sirenas. Viaje a Lérida, para evitar una tercera detención. Le acogen en casa de un hermano de su padre. Regresa a Madrid cuando dejan de interrogar a su familia. Acude a la DGS a “entregarse”. “¡Tenemos a Diamante!”, gritan. Risas. Cuarto calabozo, a mano derecha. Interrogatorios del supercomisario Conesa, el duro, al que deleita con 20 minutos de charla sobre el cine sueco. Y parece que le interesa. Risas. Se decreta por primera vez el Estado de Excepción y Diamante ingresa en Carabanchel.
– ¿Al salir de la cárcel pudo volver a la Escuela de Cine?
– No. El director que había entonces era un sicario de ignorancia absoluta sobre cine. Estuve casi cuatro años expulsado de la Escuela. Me dediqué entonces al neoexpresionismo realista. Dirigí bastante teatro. Espectros, de Ibsen; La médium, de Giancarlo Menotti; Los hermanos colgados de la lluvia, de Iniesta…
– ¿Podía rodar?
– Hice un corto, Organillo, sobre la vida de un organillero de Madrid, sobre la vida popular. Fui readmitido en la Escuela en 1960.
–¿Probó también en el género documental?
– Sí. Firmé Velázquez y lo velazqueño, sobre la exposición que se colgó en el Prado con 200 cuadros de todo el mundo. Se presentó en el festival de Berlín, donde obtuvo Mención de Honor. Se vendió a muchos países.
– Eso, sin dejar nunca sus rarezas.
– Hice una adaptación de Fernández Flórez que hasta el propio autor consideraba imposible. Creo que fue un gran trabajo de recreación. El subdirector general de Cinematografía estuvo muy pendiente del proceso de creación de Los que no fuimos a la guerra. Tuvimos todos los problemas del mundo.
– ¿Es esa la película de la que está más satisfecho?
– No sabría decir. Ninguna es indigna, más allá de los gustos.
– El arte de vivir era otro intento de hablar de la sociedad.
– Contaba la alienación de un joven que pretende incorporarse a ella. La distribuyó una distribuidora catalana, y por eso funcionó solo en Cataluña y Baleares, no como Tiempo de amor, que distribuyó la Metro Golden Mayer.
– ¿Su sex o no sex fue considerada una obra menor?
– Seguramente lo es. Pero pretendía hacer una crítica benévola, no cruel, de la tendencia sexy del momento. Me parece una comedia divertida. Chocó porque chocaba con mi faceta comprometida: creían que caía en el tópico verde, y no hay ni un desnudo. Carmen Sevilla y Pepe Sacristán están extraordinarios.
– En La Carmen puso a prueba su conocimiento sobre el flamenco.
– Quizá es de lo que más sé, una de mis debilidades. Y apenas había nada sobre cante jondo en España: en Francia editaron la primera antología. El único tablao serio era Zambra. Intenté que La Carmen la hiciera Antonio Gades, pero acabó siendo para Julián Mateos.
Diamante comparte su vida con Sagrario desde 1992. Juntos acuden a esos almuerzos en los que gentes del cine como José Luis García Sánchez (ver Actúa número 39) arreglan el planeta y el gremio alrededor de un plato de lentejas. Incluso ella le recuerda cómo combinar ese sombrero infalible en cualquier estación del año. “Me molesta tanto el sol como el frío”, comenta Diamante en la sesión de fotos. Después de una fractura de cadera, lleva también cachava. “Caí durante tres metros, y eso retrasó la producción de La memoria rebelde”, cuenta. Esa es, hasta la fecha, su última película (2012).
– La memoria rebelde fue casi un trabajo documental, periodístico.
– No lo concibo como una suma de entrevistas, sino como un encuentro dialéctico de distintas memorias. No se había hecho nunca en el cine español una reflexión desde la guerra civil hasta hoy. Me pareció interesante mirar desde la Segunda República a la Transición, con una visión distinta a la de los historiadores franquistas. Todo lo que hay, desde mi frase inicial hasta el himno de Riego final, es mío. No había ánimo de lucro. Y me llevó mucho trabajo, mucho tiempo.
– ¿Está al día del cine actual?
– Hasta hace poco acudía a la filmoteca con regularidad. En mis tiempos de director del Festival Internacional de Benalmádena [18 años] descubrí cinematografías enteras: países árabes, africanos, asiáticos, más todo lo prohibido en Suramérica. Y tengo en casa un montón de películas pendientes, apiladas.
– ¿Cultivó la amistad con sus actores?
– Con Agustín González he tenido mucha relación, en Tiempo de amor y en Los que no fuimos a la guerra, su primer papel protagonista del cine. Y en el teatro tuvo su primer papel conmigo, En el tintero. Me pasó lo mismo con Juan Luis Galiardo, que hizo su primer papel en El arte de vivir, y en el teatro, con El cuerpo, de Lauro Olmo, en el teatro Goya. Con ambos tuve buena relación. Con Julián Mateos, también.
– ¿Y entre las mujeres?
– Tuve una entrañable amistad con Lola Gaos. Uno de mis proyectos frustrados habría sido hacer La Celestina con ella. Falló de la forma más estúpida, el productor decidió esperar. Julia Gutiérrez Caba está eminente en Tiempo de amor. Y Elena Tejeiro, fenomenal en El arte de vivir. Sara Lezana también fue muy reconocida en su trabajo de La Carmen. En la Escuela, lo que más hice fue trabajar con actores.
Dos amigos decisivos
Hay dos personas que tienen buena parte de culpa de que Julio Diamante no sea hoy un médico jubilado. Cuando aún estaba con sus devaneos (estudiantiles) en la universidad, en 1951 vio Esa pareja feliz, la película que hicieron al alimón Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem. “Luego me puse en contacto con ellos, que ya habían terminado los estudios y estaban en la Escuela de Cine”, recuerda. Y cambió de vocación.
Para la práctica final en la Escuela, ya en 1960, le ayudaron ambos cineastas. “De aquellas conversaciones, preciosas, nació una buenísima amistad. Íbamos al plató y hacíamos lo que se nos ocurría. Para Juan, sobre una chica que escribía al novio. Entrevías, por mi relación con el padre Llanos. Cuando vieron en la Escuela las chabolas de la zona y los cien niños que actuaban, me pidieron amablemente otra. Acabamos haciendo La lágrima del diablo. Ahí no podían meterme el cuerno. Fue una práctica bien acogida, que se pasó en varios festivales: El Cairo, Argentina…”.
En 2016, cuando se cumplían 60 años de las Conversaciones de Salamanca, a Diamante le tocó inaugurar y casi clausurar el acto, ausentes Berlanga y Bardem. “A Berlanga, por cierto, le canté ante el féretro”, recuerda Diamante. La copla y las pautas de dirección de su amigo José Luis García Sánchez, con Berlanga de cuerpo presente, son impagables. Da fe de ello YouTube.
Oído y sensibilidad
Julio Diamante ha sido pionero en muchas cosas, pero hay una de la que puede presumir: su precoz sensibilidad en jazz. A los 14 años fundó en Madrid el Hot Club de Jazz, junto a otras seis o siete personas, algunas de la edad de su padre. No había sede, solo tímpanos exquisitos. Las audiciones tenían lugar en el club Castelló, ya desaparecido, y en el Frontón Recoletos. Es fácil imaginar las sospechas que despertaban en la época aquellas jazz sessions. “No tuvimos nunca problemas por reunirnos, no crea”. A Recoletos acudieron el saxofonista Alex Conrad, o Joe Moron, “un trompeta de la época bastante bueno”. El resto del programa era de andar por casa: como no había orquestas de jazz en España, se nutrían de músicos que tocaban en las de foxtrot o tango. “Eran buenos músicos como Juanito Sánchez, clarinetista de la banda municipal, que tocaba por afición en el Retiro. O Fernando García Morcillo, autor de Mi vaca lechera”. Durante dos años, Diamante fue responsable un programa semanal sobre jazz en RNE.
Posted in: Novedades
Posted on 2020/08/02
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