
Bolsonaro y el “ciclo progresista” latinoamericano
Martín Mosquera. Licenciado en Filosofía (UBA), docente de la Universidad de Buenos Aires, integrante del comité editor de la Revista Intersecciones y militante de Democracia Socialista (Argentina)
07/01/2019
Es habitual recordar la clásica frase de Walter Benjamin: «cada ascenso del fascismo da testimonio de una revolución fallida». Si no la tomamos de forma estrictamente literal, esta línea encierra un concepto útil para pensar las dinámicas políticas que alimentan el crecimiento de la extrema derecha como salida al descontento popular.
Slavok Zizek, siguiendo la máxima benjaminiana, analizó recientemente la consolidación de uno de los fenómenos autoritarios contemporáneos: el fundamentalismo yihadista en el mundo árabe. “Su ascenso – dice Zizek – es el fracaso de la izquierda, pero simultáneamente una prueba de que había un potencial revolucionario, una insatisfacción que la izquierda no pudo movilizar. ¿No se corresponde exactamente el auge del islamismo radical con la desaparición de la izquierda secular en los países musulmanes?[1]” Del mismo modo que el fundamentalismo islámico toma fuerza del fracaso del panarabismo y de la izquierda laica árabe, el ascenso de Bolsonaro no puede abstraerse del eclipse de la experiencia del PT. Más en general, el avance de la derecha latinoamericana es inseparable de los límites del “ciclo progresista”.
Ícono internacional de la izquierda durante veinte años, el PT fue el resultado de la radicalización de un sector del movimiento obrero desde fines de los setenta, especialmente en el triángulo industrial del ABC de San Pablo. En un país con una clase obrera joven, que hacía sus primeras experiencias sindicales y políticas, emergió la posibilidad de que se construyera una representación política independiente de los trabajadores en base a la fuerza del sindicalismo combativo emergente. El PT fue durante dos décadas el instrumento político de los movimientos sociales, un partido obrero de masas donde convivía una dirección reformista junto al grueso de las corrientes de la izquierda revolucionaria, en un régimen partidario razonablemente democrático y pluralista. En tanto representación política unitaria de una clase obrera naciente, el PT tenía algunos parecidos con la socialdemocracia europea de fines del siglo XIX y su burocratización también presentó simetrías bastante directas. En poco tiempo, el PT consiguió representantes electos en distintos niveles institucionales. Frustrado su triunfo en las presidenciales en varias oportunidades, el partido fue desarrollando una inmensa presencia institucional. Cuando accede al gobierno federal en 2002, en un contexto de desmovilización social, el PT ya había mutado decisivamente y había desarrollado una política de alianzas con partidos burgueses tradicionales.
Desde la campaña electoral, sintetizada en su “Carta a los brasileños”, Lula da señales claras a los mercados, el FMI y el imperialismo de estar comprometido con el modelo de reformas neoliberales que ellos reclaman. Es el momento en que Lula se transforma en una figura respetada internacionalmente y reivindicada por la prensa imperialista. Las señales de desilusión en los movimientos sociales y en el electorado urbano y obrero se hacen rápidamente visibles. En el plano político, la resistencia al curso social-liberal del lulismo surge desde el interior del PT y se expresa en la ruptura de sus alas izquierdas y en la conformación del PSOL (Partido Socialismo y Libertad). Estas políticas ortodoxas en lo económico se van combinando progresivamente con planes de asistencia social (“Plan Familia”, paradigmáticamente), sobre todo al compás del crecimiento económico del segundo mandato de Lula, que corrieron el centro de gravedad electoral del partido hacia el nordeste pobre, en detrimento de la clase trabajadora urbana. Lo que vimos en los trece años de gobierno del PT es la transformación de un partido “clasista”, producto genuino de una radicalización sindical y democrática en los últimos años de la dictadura, en un instrumento de gestión social-liberal del Estado capitalista. El penúltimo capítulo de esta historia es el duro ajuste que implementó Dilma Rousseff apenas empezó su segundo mandato, luego de la designación del economista “ortodoxo” Joaquim Levy al frente del ministerio de Hacienda. Esta agresiva política anti-popular terminó de desarmar y desmovilizar a la base social del lulismo.
Es crucial para el próximo periodo un balance riguroso de esta experiencia. Durante años, el modelo del PT fue puesto como referencia por las izquierdas moderadas de distinto tipo, oponiendo los lentos avances y las amplias alianzas del lulismo con la radicalidad de la fallida experiencia de la Unidad popular chilena o del proceso bolivariano que se desarrolló en paralelo (los cuales habrían facilitado una inestabilidad permanente y las reacciones golpistas).
Actualmente, se ha construido un relato por parte de un sector del progresismo latinoamericano que extrae la conclusión de que el problema de las experiencias moderadas, como el petismo o el kirchnerismo, es no haber sido más moderadas. Estos gobiernos habrían ido más lejos de lo que la sociedad estaba dispuesta y, entonces, quedaron desprotegidos frente a la reacción derechista. Además, habiendo sacado a franjas sociales de la pobreza, construyeron una nueva clase media que tuvo acceso a un consumo que estaría cargado de dimensiones aspiracionales típicas de los sectores medios tradicionales y que políticamente se representarían en la derecha. Los gobiernos latinoamericanos habrían construido su propio enterrador: los mismos beneficiados por sus políticas. Se construye así un relato trágico de estas experiencias, donde toda radicalidad es funcional a la reacción y toda política popular construye un sujeto social hostil. Es la “jaula de hierro” del posibilismo.
Es más atinado otro balance de estas experiencias. El acceso al gobierno por parte de la izquierda, y principalmente la conservación del poder frente a toda tentativa reaccionaria, implica desarrollar la mayor movilización social para derrotar la resistencia de las clases dominantes. Pero esta fuerza social no se alimenta de promesas, sino de conquistas sociales efectivas. Cada presión o ataque de las clases dominantes debe conducir entonces a profundizar las transformaciones sociales y económicas y a que las masas palpen concretamente la ampliación de derechos y conquistas, con el objeto de consolidar el apoyo social y preservar el poder. Todos los procesos revolucionarios victoriosos acompañaron la consolidación y ampliación de su su base popular con la radicalización de las políticas en beneficio de los sectores sociales sobre los que quería apoyarse.
La larga lista de experiencias populares derrotadas en América Latina confirma, por la negativa, esta perspectiva. En infinidad de ocasiones, la respuesta de un gobierno que se propone transformaciones progresivas, ante las resistencias de las clases dominantes, fue buscar la conciliación, resignar reformas sociales o intentar ampliar la base de sustentación política a partidos burgueses o militares opositores al gobierno. Sin embargo, cada avance de la derecha es utilizado para preparar los siguientes. En Chile, el gobierno de Allende podría haberse apoyado en la movilización popular que se desarrolló contra las ofensivas reaccionarias (los Cordones Industriales, los Comandos Comunales, las Juntas de Abastecimiento Popular), sobre todo, ante el ensayo de golpe de Estado (“el tancazo”) de junio de 1973. Sin embargo, optó por ratificar su acatamiento a la “legalidad burguesa”, por fortalecer la participación de los militares en su gabinete y por brindar reaseguros constitucionales a la oposición, conducida por la DC, obligando al desarme de los trabajadores de los Cordones Industriales. El desenlace trágico de esta estrategia es por todos conocido.
Una mirada rápida al paisaje geopolítico latinoamericano muestra entonces una tendencia relevante para nuestros debates estratégicos: las experiencias radicales de Venezuela y Bolivia, pese a haber enfrentado las hostilidades más agresivas (golpes militares, tentativas separatistas, ataques insurreccionales) son las que logran mayor sustentabilidad y penetración en las clases populares. La “izquierda herbívora” de Brasil, Argentina, Ecuador, Honduras o Paraguay (un caso peculiar es el del Frente Amplio uruguayo), que fantaseaba con la fortaleza de su moderación, sus alianzas amplias y su política conciliadora con la burguesía, mostró rápidamente su notable debilidad confrontada a las presiones de las clases dominantes.
[1] Ver Slavoj ŽiŽek First as Tragedy, then as Farce, Londres, Verso, 2009.
Posted on 2019/01/11
0