Reseña: «Cómo conversar con un fascista. Reflexiones sobre el autoritarismo de la vida cotidiana», de Marcia Tiburi/ Pablo Batalla Cueto

Posted on 2019/11/09

1



Fuente: texto de Pablo Batalla Cueto para El Cuaderno. Cuaderno Digital de Cultura

Marcia Tiburi (1970 -)

«¿Cómo conversar con un fascista? Reflexiones sobre el autoritarismo de la vida cotidiana», Marcia Tiburi, Akal, 2018. 176 páginas. 16€

Fue antes de dejar Brasil, en 2015, que Tiburi escribió un libro que, titulado Como conversar com um fascista: reflexões sobre o cotidiano autoritário brasileiro, no tardó en convertirse en un superventas en aquel país: en este momento, ascienden ya a trece sus sucesivas reediciones, lo que testimonia la angustia con que la mitad progresista de Brasil necesita y busca explicaciones de la dramática caída del país por la pendiente resbaladiza del fascismo. Pero se trata de un libro de interés universal, y porque lo es, la editorial Akal acaba de publicar una traducción al castellano que, con el mismo título —¿Cómo conversar con un fascista? Reflexiones sobre el autoritarismo de la vida cotidiana, importa las lecciones de Tiburi a España, donde la amenaza ultraderechista ha sido felizmente conjurada por el momento, pero no hay garantía alguna de prevención futura contra ella. No sólo en Brasil tienen sentido advertencias como que «la democracia flirtea fácilmente con el autoritarismo cuando no se piensa en lo que ésta es y se actúa por impulso o por ligereza»; como que «la democracia es un régimen político y una práctica de gobierno, pero es también un ritual diario, […] que precisamos practicar en familia y en el trabajo, en casa, en la calle, en el mundo virtual»; como que «no soy una persona democrática cuando voy a las calles a protestar en nombre de mis propios fines privados, de mis intereses personales, cuando protesto en nombre de intereses que no contribuyen en nada a la construcción de la esfera pública»; que nos convertimos no en un ciudadano, sino en un anticiudadano, cuando pervertimos la democracia esgrimiéndola para luchar contra los derechos de los otros.

Se llega al fascismo por muchos caminos: ya dijo Umberto Eco que «el fascismo no poseía ninguna quintaesencia, y ni tan siquiera una sola esencia. El fascismo era un totalitarismo fuzzy. No era una ideología monolítica, sino, más bien, un collage de diferentes ideas políticas y filosóficas, una colmena de contradicciones». A tenor de ello, no parece ninguna hipérbole, no se lo parece a Tiburi, aplicar el adjetivo fascista a las ultraderechas triunfantes que germinan por todo el globo: no ha cambiado el fondo, sólo las formas; no ha cambiado el destino, sólo los caminos hacia él. Nos explicará la filósofa en su libro que en la actualidad, uno de ellos es la televisión, plagada hoy, en Brasil como en España, de reality shows que predican subrepticiamente el evangelio, liberal y también fascista, de la competitividad y el neodarwinismo social. «Un extraño tener lugar puede llamar a cualquiera a destruir a alguien junto a otros. Experimentamos esto en las audiencias televisivas de reality shows en los que este potencial exterminador está presente», escribe Tiburi, que también despliega pasajes refrescantemente duros contra la madre del cordero contemporáneo que es la publicidad:

La publicidad […] es responsable del acoso diario a los individuos para que deseen, quieran y compren. Pero no lo hace por crear deseos en un sentido genuino. La publicidad no actúa en la simple seducción. La seducción no sería tan insistente. La seducción es cosa de Don Juan, mientras que la violación lo es de la publicidad. […] Se trata […] de acoso, un tipo de violencia que esconde su violencia. En el fondo, hay una violación. […] El acoso es la violencia […] que se enmascara en el enredo pseudo-seductor; que no debe llegar a la violación, que no precisará de ella, porque la víctima se entregará fácilmente en cuanto se dé cuenta de que no hay más remedio. […] es preciso fingir que el acosado desea. Éste necesita creer que hay alguna ventaja […] La publicidad infantil es, a este propósito, un ejemplo de los más crueles a tener en cuenta […], pues la infancia es la etapa de la vida en la que se están echando los cimientos de las estructuras básicas de la subjetividad. […] El niño confía en el adulto, así como el ciudadano rebajado a consumidor confía en la publicidad.

Es, sí, un fascismo digital o audiovisual aquél a que se nos encamina, pero fascismo al fin y al cabo; un fascismo alimentado a base de clics y megustas y gobernado por el Gran Hermano en que se han convertido las redes sociales, espacios en que lo público y lo privado se deslíen y se confunden y donde también es característico lo que Marcia Tiburi denomina «el consumismo del lenguaje»:

Uno de los rasgos de la cultura hoy día es la proliferación de textos, ideas y opiniones. Hablamos mucho, decimos demasiado. Transmitir información particular se ha convertido en un hábito desde la invención de Internet y, más aún, de las redes sociales. Se puede decir que vivimos hoy los excesos del lenguaje, con la difusión y réplica de todo lo que nos pasa por la cabeza […] En medio de la maraña del lenguaje en la que nos vemos enredados, […] agarramos la primera explicación que nos aparece en el mercado de las ideas, como si estuviera expuesta en una estantería de ofertas.

En esa estantería de ofertas, el fascismo relumbra con el brillo de lo sencillo, de lo inmediatamente comprensible, como un fast-food ideológico que llenara rápidamente el buche del hambriento idelógico con sus sencillos maniqueísmos, que no por casualidad son los maniqueísmos del capitalismo:

El capitalismo depende de la creación de estigmas contra todo lo que viene a criticarlo: puede usar la palabra vándalo, el término terrorista o cualquier otro con su sentido modificado. Así, la religión inventó al diablo y las más diversas figuras de oposición. En el esquema discursivo del captialista, la estigmatización protege de la crítica. El discurso es el arma de protección del capitalismo. Los críticos, a su vez, temen decir capitalismo para no ser acusados de comunistas. La osadía de poner nombre es peligrosa, como pronunciar el nombre de Dios en vano. O el del diablo. El antagonista es siempre estigmatizado […] [El capitalismo] es un sistema de verdades, como la religión.

Se nos quiere simples, estandarizados, un sota, caballo y rey de odios elementales; y además se consigue que seamos orgullosamente simples, orgullosamente estandarizados, orgullosos odiadores elementales. Nos sentimos empoderados y «el sujeto autoritario siente orgullo de sus pensamientos, como si fuesen verdades teológicas que solamente él ostenta. De ahí que haya tanta gente autoritaria profesando verdades. Toda persona autoritaria se siente medio sacerdote de alguna causa». El autoritarismo es citacionista; un credo reiterado.

También se nos quiere envidiosos. Es la envidia otra de las gasolinas del mundo contemporáneo, y nuevamente es la televisión su principal surtidor. El telespectador

es aquella persona que está orientada a la envidia, no al deseo. ¿Cuál es la diferencia entre una cosa y otra? Que la envidia te hace imitar al otro, mientras que el deseo nos permite inventarnos. El envidioso no quiere ser una persona singular. En lugar de mirar su cuerpo, su ropa, su trabajo, su vida en general como si fuese una obra de arte en construcción, se mira como un error que sólo se puede corregir por imitación a un modelo. Tal es el modelo que envidia e imita.

La envidia conduce al odio; es el odio su concreción, y todo ello marida con el miedo, estiércol nutricio del fascismo viejo que hoy vuelve a serlo del nuevo. Escribe Tiburi que «quien siente odio, antes sintió miedo y antes sintió envidia. Temer se vuelve un verbo intransitivo, así como envidiar. En la cultura de la envidia y del miedo no es preciso saber por qué se envidia y se teme. Es preciso envidiar y temer intransitivamente». Después, el miedo, endurecido, se vuelve paranoia; y la paranoia deviene seguidamente odio.

En ese magma de transformaciones gramaticales, y tal y como sucedía en el 1984 de Orwell, sucede igualmente que se dice lo uno queriéndose decir lo contrario. Es tiempo de cinismos desaforados: los autoritarios ahuecan la voz para decirse democráticos; los violentos utilizan profusamente la palabra paz y también el odio se disfraza de amor; pero el amor —alecciona maravillosamente Tiburi—, «si no está mediado por algo que podemos llamar reflexión amorosa, un estado constante de reflexión ética sobre lo que hacemos en su nombre, es un gran peligro en la vida de las personas, pues se presta a toda forma de engaños». No hay amor que valga, nos advierte la filósofa brasileña, «si no es el desafío de la alteridad»; si, «sea político, ético o estético», no es el reto «del encuentro con lo que no somos, con el extraño, con lo que no se somete a nuestra comprensión limitada, con lo que no estamos acostumbrados». No hay amor si no hay deseo, y «la emoción superficial e histérica de hoy esconde una profunda frialdad en las relaciones, mediadas por todo lo que hay de tecnológico, maquínico y frío. […] La aventura viró a mercancía y ya no se va realmente a ningún lugar». El mundo contemporáneo ha eliminado, o está en proceso de eliminar, hasta la cara B del amor que es el luto:

En esta época en que la industria cultural de la libido y de la felicidad está al alza, presionando a cada cual con la creencia de que nada se pierde y todo se puede conquistar, que cualquier sufrimiento puede ser superado, el luto no es bienvenido. El luto es contraideológico. El luto perjudica el funcionamiento social. El luto interrumpe la producción y el consumo. Por eso, se exige que el luto suceda rápidamente o no suceda. Para que la máquina del sistema continúe funcionando, precisamos ser diariamente privados del luto, privados de vivir la experiencia de la pérdida, tenemos prohibido perder.

Es en esta vindicación del amor como esfuerzo, como desafío y como paciencia que se enmarca el núcleo del libro de Tiburi, que de hecho le da título: su reivindicación del valor crucial, en lo que respecta a atajar el advenimiento fascista, del diálogo; del diálogo como «guerrilla metodológica» y no como «una mera conversación, mucho menos una conversación en la que se disputa un argumento». Dialogar —escribe Tiburi— «es complicado justamente porque no se trata de un mero hablar y oír, lo que ya es muy difícil. La evitación personal y cultural del diálogo se debe a la deconstrucción que el diálogo promueve. La complejidad del acto de escuchar radica en que, a través de la escucha, entro en otros procesos de conocimiento. Me torno otra persona». Para que el diálogo suceda «es preciso permanecer en el tiempo-lugar del diálogo; insistir en el acto de escuchar y de hablar para hacerse escuchar en el ámbito del encuentro». En todos los sentidos, «el diálogo es resistencia. La escucha exige resistencia física y emocional. Esa resistencia es política, pero, en un nivel más subjetivo, es ética. El diálogo es, en sí mismo, un mecanismo, un organismo, una metodología ético-política. La forma esencial de la ético-política». Es el diálogo en suma «aventura en lo desconocido»; una «disponibilidad ética» para «encontrar el misterio del otro»; y es a través de él que los humanos nos convertimos en democrática multitud en lugar de en masa, lo que no es una distinción baladí:

Lo común une, mientras que lo colectivo simplemente reúne. La unión es diferente de la simple reunión. Hoy en día, se oye hablar de la diferencia teórica entre masa y multitud. Mientras la masa sería amorfa y manipulable, la multitud estaría hecha de singularidades que se expresan políticamente en busca de lo común. Para usar la distinción anterior, las multitudes son políticas; las masas, antipolíticas. La multitud es la unión de las singularidades; la masa, la reunión de las individualidades. La multitud preserva la alteridad; la masa aniquila la singularidad. La masa es manipulable; la multitud, no. La masa es autoritaria; la multitud, emancipada. La masa es regresiva; la multitud, progresiva. La masa precisa de un líder que la conduzca; la multitud sólo precisa del deseo de cada cual.

El problema es que el maelstrom contemporáneo no ofrece en absoluto condiciones propicias al diálogo, que para acontecer verdaderamente requiere sendas condiciones, la calma y el silencio, que la vertiginosidad y los frenesíes del siglo XXI tornan casi imposibles. Nos topamos nuevamente con una abrupta contradicción cuando descubrimos que en la autoproclamada era de la comunicación no hay comunicación en absoluto, sino solamente un estrépito de histéricos monólogos. Navegamos, decimos, por Internet, pero la realidad es que no nos adentramos en absoluto en ese océano de posibles descubrimientos, sino que lo escrutamos, seguros, desde la orilla de nosotros mismos, arrojando a él, si acaso, mensajes embotellados. Tal es la metáfora que emplea Tiburi: nuestros mensajes en las redes sociales, escribe,

son como aquellas famosas botellas lanzadas al mar con la esperanza de que alguien sepa dónde estamos y venga a salvarnos de nuestra condición de perdidos. […] Pero continuamos sintiéndonos perdidos. […] Es bien posible que aquella botella lanzada al mar no tenga el objetivo de comunicarnos con nadie; que tenga simplemente un fin en sí; que, además, sea una botella de plástico lanzada más bien por descuido, o simplemente porque todo el mundo hace eso de arrojar botellas al mar; que, de hecho, ya no sirva para que nos encuentren.

Incluso cuando verdaderamente descubrimos, descubrimos con los ojos de Colón, descubridor que se negó a serlo, obstinado en identificar «lo desconocido con lo conocido, lo complejo con lo simple, lo otro con lo mismo». La peculiar ceguera vidente de esos ojos colombinos es la ideología, que no otra cosa es que «la reducción del conocimiento a una fachada, como su máscara mortuoria. El conocimiento, que debería ser un proceso de encuentro y disposición para la alteridad que lo representa, sucumbe a su negación». Se produce una «destrucción del conocimiento como deseo de descubrimiento». Y luego está el ruido. Abundando en la metáfora marina de la sociedad digital, Tiburi también escribe que

entre una isla y otra, donde debería haber puentes, hay todo tipo de escombros. Restos, ruinas de puentes: radios, televisiones, teléfonos, coches, películas, propaganda; contenidos y formas flotando en el mar de la vida; objetos que rellenan el espacio que hay entre nosotros; objetos que son cosas ruidosas; y nos acostumbramos al ruido porque éste es nuestro actual modo de vivir, en los tiempos del discurso sin sentido.

Diálogo o barbarie: tal es la gran disyuntiva que, a juicio de Marcia Tiburi, nos impone el siglo XXI; pero podría expresarse de otro modo. Decir diálogo es decir política. Se nos advierte también en ¿Cómo conversar con un fascista? que «la política es destruida sistemáticamente en dos direcciones: por los políticos, que la transforman en burocracia; por el pueblo, que la abandona y se desinteresa de ella. En numerosos países donde hay una democracia formal vigente, las elecciones son ganadas por quien se afirma como apolítico, por más cínico que esto pueda resultar». Debemos cuidar la democracia; debemos comprender que se trata de un bien precioso pero frágil; de una suerte de niña «que requiere amor, atención, cuidados, para convertirse en una adulta fuerte y preparada para la vida». Provocadora, Tiburi nos espetará en un momento dado que «en relación a la política, podemos decir que muchos de nosotros estamos siendo altamente pedófilos tratando a la niña-democracia como un objeto sexual para satisfacer sin límite nuestros deseos más pervertidos».

Lecciones necesarias, éstas. Apliquémonoslas.

Posted in: Novedades