Tomo este artículo del sr. Salgado del blog de Iñaki Anasagasti
BILBAO VISTO POR UN CORRESPONSAL DE GUERRA: George L. Steer en El Árbol de Gernika (1938) / Sr. D. Miguel Ángel Salgado Pérez Jauna
George Lowther Steer, corresponsal del diario británico /The Times/, estuvo destinado en Bilbao en 1937 para cubrir las noticias referentes al frente de Bizkaia. Ello le permitió ser testigo de la destrucción de Gernika. Al marchar de España tras la caída del Norte, escribió /El árbol de Gernika/, resumen de sus experiencias de la Guerra Civil Española y que ofrecen una visión política, social e histórica del pueblo vasco en general y de la ciudad de Bilbao en particular.
Palabras clave: Bilbao, guerra civil. El árbol de Gernika,
Gerrako kazetariaren Bilbo: George L. Steer El Árbol de Gernika (1938)
George Lowther Steer, The Times brítainiar egunkariko korrespontsal-lanetan egon zen Bilbon, 1937an, Bizkaiko gerra-frontearen berri emateko. Hori dela-eta, Ger-nikaren suntsiketaren lekukoa izan zen. Iparraldeko frontea apurtu zenean, El árbol de Gernika lana idatzi zuen eta horretan Espainiako Gerra Zibilean izandako espe-rientzien laburpena eskaini zigun. Besteak beste, orokorrean, euskal herriari, eta, zehatzago, Bilbori buruzko íkuspegi politiko, sozial eta historikoa agertu zuen horretan.
Hitz gakoak: Bilbo, gerra zibila, Gernikako arbola.
Bilbao seen by a war correspondent: George L. Seer In «The Tree of Guernica» (1938)
George Lowther Steer, correspondent of the British newspaper The Times, was sent lo Bilbao in 1937 to cover the news concerning the Biscay front. This enabled him to witness the destruction of Gernika. After leaving Spain following the fall of the North, he wrote «The Tree of Guernica», an account of his experiences of the Spa-nish Civil War that offers a political, social and historical visión of the Basque people in general and of the city of Bilbao in particular.
Kcy words: Bilbao, civil war, tne Tree of Guernica.
MIGUEL ÁNGEL SALGADO PÉREZ
- El autor y su obra
George Lowther Steer nació en East London (provincia de El Cabo) en 1909, un año antes de que se constituyera la Unión Sudafricana entre El Cabo, Natal, Orange y Transvaal. No obstante, la zona permanecería bajo gobierno británico hasta la independencia formal en 1931. Por tanto, Steer era un ciudadano británico procedente de Sudáfrica, donde su padre era propietario del periódico local.
No obstante, la mayor parte de su vida transcurrió en Gran Bretaña, adonde acudió para estudiar con una beca en el colegio de Winchester. Pasó luego a la Universidad de Oxford, donde se licenció en lenguas clásicas y modernas (1930-1932).
Comenzó su carrera periodística en El Cabo (Sudáfrica), donde se ocupó de las secciones deportiva y de sucesos del diario Argus, entre 1932 y 1933. Sin embargo, no tardó en retornar a Inglaterra, donde fue crítico teatral en el Yorkshire Post (1933-1935).
A los 26 años, en 1935 empezó su especialidad de corresponsal de guerra, entrando a trabajar para The Times, el diario más prestigioso de Gran Bretaña. Su primer destino fue la guerra ítalo-etíope, provocada por la invasión fascista de Mussolini contra el emperador abisinio Haile Selassie. Ya entonces demostró un compromiso personal en su trabajo, apoyando al bando que consideraba más débil y con una causa más justa (es decir, los etíopes) y denunciando las atrocidades cometidas por los italianos.
Esta actitud crítica provocó su expulsión de Abisinia por los victoriosos italianos en mayo de 1936; a su vuelta a Gran Bretaña, se casó con una periodista a la que había conocido en Addis Abeba, donde ella trabajaba para un periódico francés: Margarita Trinidad de Herrero y Hasset, de padre español y madre británica. Por desgracia, el matrimonio duró menos de un año, porque Margarita falleció de parto prematuro el 29 de enero de 1937. El bebé también murió, y a ella está dedicado el libro El Árbol de Gernika: A Margarita, que la muerte me arrebató.
Recién casado Steer, el comienzo de la Guerra Civil Española motivó su envío como corresponsal a la zona nacional entre setiembre y noviembre de 1936, aunque su primer contacto con el País Vasco lo tuvo desde el lado norte de la frontera, cuando contempló en Biriatou la batalla del monte Zubelzu (28 de agosto), previa a la caída de Irún.
Steer recorrió, acompañado a veces de su esposa, diversas ciudades y pueblos castellanos controlados por el ejército rebelde, como Burgos, Venta de Baños, Salamanca y Toledo. Sin embargo, cuando las autoridades franquistas comprobaron su trayectoria como enemigo del fascismo, lo expulsaron.
El corresponsal pasó entonces a la zona republicana, concretamente a Bilbao, a principios de enero de 1937. Como ya se ha dicho, tres semanas después tuvo que regresar precipitadamente a Londres para asistir a su esposa en sus últimos momentos.
Es posible que este trauma provocase que Steer se volcara aún más en su trabajo: comenzada dos días antes la ofensiva final de los franquistas contra Vizcaya, el 2 de abril regresó a Bilbao, donde encontraría en la causa republicana en general y en el nacionalismo vasco en particular una motivación para seguir adelante con su vida. Naturalmente, la relación con los políticos del PNV y especialmente con José Antonio de Aguirre, fue recíproca y Steer recibió un trato de favor que le llevó a acceder a información privilegiada y a estar presente en la reunión del Gobierno Vasco con asesores militares y soviéticos el 13 de junio, en la que se tomó la decisión de defender Bilbao ante la ruptura del Cinturón de Hierro la víspera, al tiempo que se evacuaba a la población civil.
Por tanto, no es extraño que Steer tuviera el privilegio de ser el primer corresponsal que informara al mundo del bombardeo de Guernica, acaecido el 26 de abril de 1937, y del que acaban de cumplirse setenta años. Este es el mayor logro de George L. Steer como periodista. Llegó a la villa vizcaína cuatro horas después del bombardeo, pasó la noche y parte del día siguiente entrevistando a supervivientes, y el 28 de abril su crónica La tragedia de Gernika: pueblo destruido en ataque aéreo se publicaba en The Times y en el New York Times.
Steer permaneció en Vizcaya hasta la caída de Bilbao el 19 de junio. Pocos días más tarde, se trasladó a París, donde escribió su libro El Árbol de Gernika: un ensayo sobre la guerra moderna, que se publicaría a principios de 1938. Era su segundo libro, tras César en Abisinia, publicado en 1936. Durante este tiempo, visitó brevemente en Santander a Aguirre y otros amigos vascos pocos días antes de la caída de esta ciudad en agosto de 1937.
En 1939, al comenzar la Segunda Guerra Mundial, trabajaba para el Daily Telegraph en África, donde escribió dos libros más: Juicio en el África alemana y Una fecha en el desierto. Sin embargo, al principio fue enviado a cubrir un conflicto menor: la «guerra de invierno» ruso-finlandesa entre noviembre de 1939 y marzo de 1940. No obstante, tras la caída de Francia en junio de 1940, la invasión cié Gran Bretaña por los alemanes era inminente, y Steer se alistó en los servicios de inteligencia y propaganda británicos. Con su experiencia durante la guerra de Abisinia, acompañó al coronel Wingate, que desde Sudán expulsó a las tropas italianas de Etiopía entre enero y abril de 1941, reponiendo en el trono al emperador Haile Selassie. Durante esta campaña, Steer ascendió a capitán y escribió el libro Sellado y enviado: un libro sobre la Campaña de Abisinia, publicado en 1942.
Cuando el ya general Wingate fue destinado a Birmania en 1943 para contener la invasión japonesa que amenazaba la India británica, Steer le acompañó y llegó a alcanzar el grado de teniente coronel, pero encontró la muerte en un accidente de carretera el día de Navidad de 1944, cuando se dirigía a jugar un partido de cricket en el campamento de Fagu. Otros tres militares murieron en el accidente, provocado quizá por la sobrecarga del vehículo y por conducir Steer ligeramente bebido y a velocidad excesiva. Entre las pertenencias del teniente coronel Steer, muerto en el acto, encontraron un reloj de oro, regalo del lehendakari Aguirre, con la inscripción a Steer de la república vasca. Dejaba esposa, pues había vuelto a casarse, y dos hijos.
- Su visión de Bilbao
No es fácil desentrañar la impresión urbanística y social que Steer se llevó de la capital vizcaína, pues su principal interés es la crónica militar y política de la Guerra Civil en Euskadi bajo el punto de vista del PNV, de la cual fue testigo directo durante cuatro meses. Sin embargo, en El Árbol de Gernika no faltan referencias concretas a la ciudad y sus gentes.
De hecho, Steer describe por primera vez a Bilbao en la página 78 de su libro (edición de Txalaparta, Tafalla 2003) definiéndolo como «el corazón vasco». Lo considera también «en relación a su tamaño, la ciudad más rica de España», gracias a su industria pesada y su minería del hierro. También describe la dicotomía entre margen derecha del Nervión, «elegante», y margen izquierda, «industrial». Menciona los «montes empinados» y los «extensos pinares» que la rodean, materia prima para la construcción de navíos en la época del Imperio Español.
Steer enlaza esta prosperidad de la Edad Moderna con el capitalismo financiero de las últimas décadas, pues desde 1880 «Bilbao alcanzó nueva categoría (…). Sus capitales se extendieron a todas las empresas industriales de la Península». En base a ello, realiza un claro paralelismo con Gran Bretaña, cuna del liberalismo, los clubs sociales y el fútbol, costumbres todas ellas adaptadas por Bilbao, que «siempre había mantenido estrechas relaciones comerciales con Inglaterra (…) y hasta había tomado prestadas muchas de las ideas sociales y políticas inglesas». A causa de su paisaje portuario y su clima lluvioso, Steer la compara específicamente con Liverpool, para dar una idea al lector británico.
Describe también los «macizos y clásicos edificios del centro comercial de Bilbao» construidos a finales del siglo XIX: bancos, compañías de seguros, navieras, empresas siderúrgicas, edificios oficiales y clubs sociales como La Bilbaína (aunque no la cita por su nombre, la describe como si fuera un club inglés).
En cuanto a la militancia política, está claro que Steer ve con simpatía el nacionalismo vasco, pero también hace hincapié en que las fuerzas sindicales eran moderadas: los anarquistas y comunistas eran escasos y procedentes de Guipúzcoa y Asturias durante la guerra; por el contrario, el principal sindicato izquierdista era la UGT, «moderada, poderosa y disciplinada». Con ello, el autor pretende desmentir la imagen negativa que el público conservador británico tenía de los revolucionarios españoles.
Entrando ya en el inicio de la guerra, Steer dice que «en 1936, Bilbao era una ciudad próspera. Las navieras se habían rehecho» (haciendo referencia, posiblemente, a las pérdidas sufridas durante la Primera Guerra Mundial a manos de los submarinos alemanes). «Había una gran demanda de mineral de hierro para los programas de rearme de Europa» en vísperas de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, el 18 de julio de 1936, «la proclamación del estado de guerra en las zonas sublevadas de España halló a Bilbao desarmada y desprevenida», hasta el punto de que «en la Gran Vía y otras céntricas calles (…) se notó un inusitado movimiento de automóviles y motocicletas de los miembros de los partidos de derecha». Esto último es probablemente una exageración, teniendo en cuenta además que Steer no llegó a Vizcaya hasta enero de 1937. También menciona la presencia de conspiradores en el cuartel del «regimiento Careliano» (en realidad, era un batallón de montaña) y en el cuartel de la Guardia Civil (La Salve).
Como sabemos, en Bilbao el plan de sublevación fue abortado por la cooperación entre las milicias izquierdistas y las autoridades cívico-militares, mientras el PNV mantenía una actitud de expectación para mantener el orden público y no se movilizó totalmente hasta la concesión del Estatuto en otoño. De hecho, Steer resalta el poco peso que tenía el radicalismo anarquista en Bilbao, que «únicamente» llegó a incendiar «una iglesia» (se refiere al convento de la Concepción) y a asesinar a unas treinta personas sin juicio (muy poco si se compara con la represión «roja» en Madrid y Barcelona). Hasta tal punto había moderación en Bilbao que el autor relata que llegaban refugiados no sólo huyendo de la persecución franquista en Guipúzcoa, sino también de la represión republicana en Santander. Por otra parte, se organizaron patrullas de milicianos y controles en las calles, que permitieron la detención de 115 derechistas bilbaínos, que acabaron en la cárcel de Larrínaga.
A los pocos días, el orden quedó restablecido, y la Policía Municipal de Bilbao, una vez depurada de sus elementos derechistas, volvió a estar en servicio y se retiraron las patrullas milicianas. Las iglesias, que se habían cerrado por temor a nuevos incendios anarquistas, volvieron a abrir sus puertas. El autor también destaca la ausencia de una revolución social en Bilbao, hecho que sí se dio en otras zonas republicanas como Aragón y Cataluña, y que vinculó peligrosamente la causa de la República Española con la del comunismo internacional. Cita que sólo fueron incautadas las empresas de los rebeldes, y su explotación no fue exclusivamente sindical, sino que los obreros compartían el control con las autoridades políticas.
Con estos argumentos, Steer critica la postura oficial del gobierno británico y el francés, que enviaron buques a la desembocadura del Nervión con el objeto de evacuar a sus ciudadanos, temiendo más los excesos anarquistas que la propia guerra. Los abundantes súbditos británicos que trabajaban en Bilbao (ingenieros de minas, banqueros, técnicos industriales y navales), asustados por la propaganda de su propio gobierno, optaron en su mayoría por marcharse, dejando a la economía bilbaína sin personal especializado durante muchos meses.
Como en los cuarteles del Garellano y La Salve apenas había armas o no las quisieron entregar, el militante nacionalista José de Basaldúa realizó un viaje a la villa armera de Eibar, donde se incautó cíe 500 pistolas que fueron repartidas en la plaza junto al Hotel Carlton, que más tarde sería sede del Gobierno Vasco. También se incautaron del oro depositado en los bancos de Bilbao para comprar armamento en Francia y Alemania, ya que la ayuda gubernamental tardaba mucho en llegar. Las armas compradas por «un pirata vasco llamado Lezo” llegaron al puerto de Bilbao a fines de setiembre, justo a tiempo para salvar Vizcaya de la ofensiva franquista, detenida en Elgueta. También llegaron varios barcos de la «escuadra roja», «pero poco hicieron». Como venganza por el hundimiento del destructor republicano Almirante Juan Ferrándiz en aguas del Estrecho de Gibraltar, los marinos del acorazado Jaime I, recién llegado de Cartagena, asesinaron a 42 presos del buque-prisión Cabo Quilates. La impopularidad de esta masacre, unida a la del 25 de setiembre en el Altuna Mendi y a la inacción de la flota republicana en el Cantábrico, provocó la retirada de la mayor parte de sus navíos al Mediterráneo.
Por aquellos días, Bilbao sufrió sus primeros bombardeos, concretamente cuatro veces entre la mañana del 25 de setiembre y la mañana del 26, utilizando trimotores alemanes Junker 52, que fueron empleados un mes más tarde contra Madrid. Steer no oculta la ya citada acción de represalia cíe los anarquistas, que «masacraron a 68 detenidos que se encontraban en los barcos-prisión», pero eleva a «cientos» el número de víctimas de los bombardeos, cifra a todas luces exagerada.
Steer da cuenta en su tercer capítulo de la aprobación del Estatuto Vasco de Autonomía y la formación del Primer Gobierno Vasco, pero como tales acontecimientos tuvieron lugar en Madrid y Guernica respectivamente, apenas nos detendremos en ellas. Señalar únicamente que la primera preocupación del nuevo gobierno fue el aprovisionamiento de Bilbao, responsabilidad del republicano Ramón María Aldasoro, consejero de Comercio y Abastecimiento. Por suerte, al comienzo de la guerra Bilbao contaba con gran cantidad de garbanzos almacenados en su puerto, ya que aquí se centralizaba la redistribución a toda España de estas legumbres procedentes de México. No obstante, a fin de diversificar la dieta y dar alimento gratuito a los 100.000 refugiados procedentes de Guipúzcoa, era necesario burlar el bloqueo marítimo que sufría Bilbao. Para ello, el lehendakari Aguirre encargó a Joaquín de Eguía, «capitán del puerto de Bilbao», la dotación de una Marina Auxiliar de Euzkadi, para lo cual equipó con varios cañones a cuatro pesqueros cíe la empresa Pescados Y Salazones de Bacalao de España (PYSBE). También ayudó a suministrar alimentos a Bilbao la propia Marina Mercante británica, cuyos barcos (Seven seas Spray, Thorpehall, Kenfik Pool, etc.) no podían ser atacados por los buques franquistas.
De esta manera, se pudieron mantener relaciones marítimas y comerciales con la zona republicana del Mediterráneo (de donde se traían trigo, arroz, patatas y aceite), Francia (que aportaba trigo, patatas, habas y leche), Holanda (también leche) y Rusia (también trigo). Esta dieta se complementaba con anchoas pescadas en el Cantábrico y leche de Santander. El carbón se importaba de Inglaterra, a cambio de hierro, o se traía de la cercana Asturias.
Inmediatamente se estableció el racionamiento cíe todos estos productos, cuyos «precios fueron fijados con arreglo a la escala del 18 de julio». Se mantenían siempre víveres en reserva para un mes, por si el bloqueo marítimo volvía a ser total. La calidad del pan, fabricado en las panaderías estatales, tenía mala fama, ya que era «pan negro, muy amargo pero no nocivo. Los vascos lo llamaban pan integral (…). Se utilizaba en su elaboración, junto con el grano, la cascara y el bálago. El que soportaba un mes el pan integral ya no volvía preocuparse por él.» No obstante, su mala fama era tal que «las personas no afectas al régimen de Bilbao estaban convencidas de que producía abortos (…) y enfermedades mentales». Steer cita incluso «la caricatura de un periódico de San Sebastián a raíz de la muerte de Salengro, primer ministro del Interior en el Gobierno de León Blum. (…) Hay un ingeniero que pregunta al médico: «¿De qué ha muerto?’ El médico responde: «De comer pan de Bilbao'».
Pese a todo, el problema no era sólo cualitativo, sino también cuantitativo: el pan faltaba uno de cada tres días, y alimentos como la carne y los huevos «eran algo casi exótico».
La labor de Asistencia Social en Bilbao, responsabilidad del consejero socialista Juan Gracia, es mencionada en el libro de Steer como «bien dotada», pero poco publicitada en comparación con las de Asturias y Valencia: «Algunos visitantes (…) observaban la falta de expresión de sus afiches de propaganda (…). El arte gráfico en Bilbao no era ni atrevido ni emancipado».
Pasando ya al Departamento de Defensa (capítulo V), en manos del propio lehendakari Aguirre, tuvo como principal objetivo la defensa de la capital: el célebre «Cinturón de Bilbao», más conocido como el Cinturón de Hierro. Se trataba de «rodear a Bilbao, desde Sopelana (…) hasta Somorrostro (…) con 200 kilómetros de trincheras, alambradas de púas y nidos de ametralladoras».
Por aquellas fechas, finales de 1936, llegó a Bilbao un asesor militar soviético, el «general ruso Gurieff», a quien Steer describe como «una persona agradable», pero «inexperto en el arte de la guerra», por lo que el Gobierno Vasco le hizo poco caso.
El capítulo VI de la obra está dedicado al orden público, en entredicho tras las matanzas de los barcos-prisión a principios del otoño. Coincidiendo además con el hallazgo de un alijo de armas en el cuartel de la Guardia Civil en La Salve, el Gobierno Vasco disolvió la Benemérita y la Guardia de Asalto republicana, y empezaron a patrullar Bilbao los primeros agentes de la Ertzaña, que Steer traduce como «Policía del Pueblo». Estaban divididos en dos secciones: una de a pie y otra motorizada.
Los 500 hombres que patrullaban a pie lo hacían generalmente por Bilbao, mientras que para poblaciones más pequeñas se creó un cuerpo de Orden Público; los ertzañas «pertenecían al Partido Nacionalista», debían medir más de 1,75 metros y estaban «bien entrenados en el manejo de armas (…). Tenían magnífico aspecto con sus insignias plateadas en las boinas y sus largos abrigos azules».
La sección motorizada la componían 400 hombres, que recorrían a menudo a las zonas rurales e incluso a los frentes de guerra; utilizaban sobre todo motocicletas, ya que había una carencia generalizada de automóviles. Dos de ellos sirvieron de escolta al propio Steer cuando se desplazaba a las zonas de combate.
Los capítulos VII y VIII están dedicados a dos episodios capitales de la Historia del Bilbao en guerra, pero que Steer no pudo presenciar por no haber llegado aún: el «caso Wakonigg” y la masacre del 4 de enero de 1937, en la que más de doscientos presos fueron asesinados en las prisiones de Larrínaga, el Carmelo, Ángeles Custodios y la Casa Galera, como represalia a un bombardeo.
Hasta el capítulo IX (página 153) no se produce la llegada de Steer a Bilbao, poco después de la tragedia del 4 de enero. Su primera visión de la ciudad tuvo lugar desde Punta Galea, en un destructor que esquivaba el recién minado Abra: «Bilbao, la ciudad del Hierro, quedaba detrás del duro promontorio parduzco donde los acantilados están poblados de pinos solemnes, que aparecían borrosos por una ligera llovizna».
Steer describe así su primera impresión de Bilbao: «Entre dos hileras de colinas que se alzan al norte y al sur, hasta el estrecho valle formado por el río que es una franja industrial sobrecargada de estiradas chimeneas negras, gasómetros, fundiciones como cajas de píldoras gigantescas, escaleras de acero cubiertas de mugre, trenes estrepitosos, hollín y chabolas con las fachadas hundidas, vagonetas de volteo de mineral al final de los transbordadores aéreos vacíos suspendidos en el aire, y detrás, montones empinados de escoria trepando la ladera. Docenas de grúas en posición de firmes formaban una especie de procesión a lo largo de los sólidos muelles de granito del Nervión. Los barcos transatlánticos y continentales, con color de herrumbre, se hallaban anclados unos junto a otros hasta donde la vista podía alcanzar. Los pesqueros estaban amarrados en falanges de a ciento». En definitiva, una ciudad industrial y portuaria, aunque ligeramente transformada por la guerra: «fábricas movilizadas», «casas de seis pisos destruidas por los bombardeos» y «pesqueros armados pintados de gris».
Su primera imagen de los bilbaínos es la de un pueblo pobre que pasa hambre: «Los obreros, pobremente vestidos (…). Los pobres, multiplicados con la llegada de los refugiados de San Sebastián (…), no tenían otra cosa que hacer que lavar la ropa con el escaso jabón de racionamiento (…) y adelgazar. Tanto las mejillas de los ricos como las de los pobres se iban hundiendo. A simple vista se notaba que Bilbao necesitaba desesperadamente comida». Los refugiados, cerca de 100.000 (la cuarta parte de la población total de Bilbao) «eran gentes pobremente vestidas con ropa gastada y ordinaria».
Steer desembarcó en el Arenal, a la altura de San Nicolás («una gran iglesia del siglo XVIII, rectangular, de piedra color ocre oscuro»). Le invitaron «a beber algo en un bar. Era muy sobrio», «había poco humo porque había pocos cigarrillos», «no había cerveza: estaba racionada. Tampoco había cambios, a excepción de los billetes de cinco pesetas locales y “vales” del bar, ya que el Gobierno vasco había retirado de la circulación todo el papel moneda (…) para cambiarlo en el exterior, y el metal, para convertirlo en material de guerra».
También escaseaba el carbón, por lo que en su alojamiento, el Hotel Torrontegui, el periodista únicamente disponía de agua caliente los jueves y domingos. No obstante, el Torrontegui «había sido antaño el mejor hotel de Bilbao», contaba con siete pisos y restaurante en el superior. El menú, de muy poca calidad debido al racionamiento, consistía en puré de alubias, pescado, carne de caballo y pastelillos, y muchos huéspedes eran derechistas ocultos que esperaban huir a Francia o a la zona franquista. Esto le hizo sentir a Steer una dificultad especial para comunicarse tanto con los huéspedes («vivían una vida de cavernícolas», «había algunos que no se atrevían a asomar la nariz fuera de sus habitaciones») como con el personal («las doncellas… embutidas en sus largos uniformes negros, no querían hablar con nadie. El camarero… prefería permanecer invisible»). Las únicas excepciones era «un sereno locuaz y la señora Torrontegui (…), que iba de mesa en mesa animándonos a todos».
En la ciudad había oscurecimiento a las diez de la noche, «se cerraban todos los cines y los cabarés de los soldados» y en ocasiones había alarmas aéreas en las que todos bajaban precipitadamente al refugio.
Al día siguiente, Steer visitó «el gran mercado de la ciudad, en la orilla derecha del Nervión» (se refiere al Mercado de la Ribera), donde pudo comprobar que había llegado en un momento delicado: «los dos largos pabellones que componían el mercado estaban completamente vacíos». A mediados de enero de 1937, muy pocos barcos se atrevían a cruzar el minado Abra para traer suministros a Bilbao. La ración diaria era de 50 gramos de arroz, 50 de vegetales, 50 de garbanzos y 25 centilitros de aceite por persona, todo lo cual costaba unas seis pesetas (el 60 % de la paga diaria de un soldado). Faltaban carne, especias, leche, pan y sal, y las principales existencias se reservaban para el Ejército y los hospitales. Hasta tal punto llegó la situación que «el gato doméstico se preparaba (…) para la mesa por la gente más pobre de Bilbao», como había sucedido durante el último asedio carlista de 1874. Por su parte, las gaviotas empezaron a sustituir al pollo, que costaba «unas 46 pesetas», la sexta parte del presupuesto semanal del racionamiento. Steer trata de explicar esta situación de penuria como detonante para el aslato a las prisiones del día 4 de enero, poco antes de que él llegara a Bilbao.
Esta desesperante situación hizo florecer el mercado negro y la picaresca: se llegaban a pagar diez pesetas por una docena de huevos, y «el 26 de enero salió a la luz un desconcertante escándalo, que 2.000 refugiados estaban recibiendo raciones dobles”.
Sin embargo, la primera estancia de Steer en Bilbao apenas llegó a los seis días, porque como ya se ha mencionado, su esposa Margarita se puso inesperadamente de parto y tanto ella como el bebe fallecieron. Así que regresó a Londres para asistir a su esposa en los últimos momentos.
No obstante, el capítulo X está dedicado a esa primera semana de estancia, en la que el periodista sudafricano visitó la sede del Gobierno Vasco, en «el hotel Carlton, donde se había instalado la presidencia desde que cayó una bomba alemana junto a la Sociedad Bilbaína, anterior sede». Esto último no es exacto: Steer posiblemente se confunde con la sede de la Junta de Defensa de Vizcaya, que precedió al Gobierno Vasco entre agosto y octubre de 1936 y por ello pudo verse afectada por el gran bombardeo del 25 de setiembre.
En todo caso, la entrada del Carlton estaba custodiada por «dos guardias ya de edad, con uniforme azul y boina roja». Se trataba de «mikeletes o guardias de la Diputación Provincial de Guipúzcoa». Una vez dentro, fue recibido por Bruno Mendiguren, de 25 años (más joven que el propio Steer, que tenía 27), que era el jefe del Departamento de Relaciones Exteriores. Su carácter extrovertido y deseoso de agradar a los periodistas extranjeros, tan diferente de las autoridades franquistas que Steer había conocido en Toledo, le hizo «empezar a congeniar con Bilbao».
Poco antes de su visita al Carlton, el autor nos hace una descripción del trayecto que hizo desde el Casco Viejo hasta la Plaza Elíptica: «Se llegaba a la presidencia cruzando el puente (del Arenal) que separa el Casco Viejo de Bilbao, con sus estrechas y tortuosas calles, iglesias macizas y casas altas, de la nueva ciudad, en la orilla izquierda del Nervión. Aquí, girando sobre el eje que es la Gran Vía, el Bilbao comercial se extendía (….), cuando Bilbao conoció su gran renacimiento gracias al comercio con Gran Bretaña y Francia. Allí había embudos abiertos por las bombas». Seis páginas más adelante, tras conocer al lehendakari Aguirre, insiste en «el barril de pólvora que era Bilbao, los rostros hundidos y descarnados de los pobres, la depresión de la clase media, los almacenes de víveres consumidos, las hileras de tiendas, que antaño fueron prósperas, hoy cubiertas de polvo, las ventanas vacías listadas con papel engomado como medida de protección contra los raid aéreos, la sucesión de puertas herméticamente cerradas y persianas enrolladas que antes habían sido comercios».
El capítulo XI está dedicado a la batalla del cabo Machichaco (5 de marzo de 1937), de la que Steer tampoco fue testigo porque no regresó a Vizcaya hasta el 6 de abril. Sin embargo, termina este capítulo estableciendo una comparación entre los marinos vascos actuales y los del siglo XIV, citando unas «palabras del historiador inglés Walsingham, quien escribió lo siguiente después de un combate naval entre ingleses y vascos en 1350: ‘A causa de la rudeza de su corazón, prefirieron morir antes que rendirse”.
El capítulo XII está dedicado a analizar los planes del general Mola para conquistar Bilbao en tres semanas (en realidad tardará tres meses), basándose en la información proporcionada por el piloto alemán Walter Kienzle, capturado en Ochandiano el 5 de abril. En el capítulo XIII se narran los primeros días de la ofensiva franquista y sobre todo el bombardeo sobre Durango el 31 de marzo, analizado como un preludio al de Guernica.
Por lo que se refiere a Bilbao, a partir de la ofensiva primaveral los ataques aéreos eran diarios: «los días de buen tiempo producían catorce alarmas y fugas precipitadas por la ciudad en el curso de diez horas, interrumpidas cuando la lluvia y la niebla cubrían las montañas (…) y los alemanes consideraban que era demasiado peligroso volar». Esta situación provocaba entre los civiles un pánico atroz, por mucho que el teórico objetivo de los bombardeos fuera «la producción bélica de Bilbao». «Si se fallaba la puntería contra las fábricas la población civil recibía de todas formas la carga (…). Para eso servía el bombardeo. (…) No sólo se reducía la capacidad de trabajo de las industrias movilizadas (…). Los bombardeos, al matar a tanta gente, terminan por romper su resistencia y les hace suplicar la paz. Eso no ocurrió en Bilbao: se odiaba a los autores de las incursiones». Tres años más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, Steer tuvo la ocasión de comprobar que su análisis era correcto: los bombardeos contra Gran Bretaña y Alemania, por terroríficos y brutales que fuesen, no quebraban la resistencia de la población civil, y en todo caso ésta no tenía en sus manos firmar la paz.
Pese a ello, los bombardeos seguían y la desmoralización continuaba, como Steer explica gráficamente: «los raids aéreos producían horror: trastornaban al pueblo (…) No se sabía nunca en qué momento del día (…) iban a venir (…). La sirena sonaba lo mismo a la hora de comer, de lavarse o en los quehaceres de la casa. Después la gente tenía que (…) correr al refugio y tal vez esperar una hora sin hacer nada más que pensar en la necesidad que Bilbao tenía de aviones. Y calcular cuándo iban a volver. Luego les llegaba el turno a los muertos, al daño ocasionado, a la excitación de los automóviles de la Cruz Roja y de la Policía, que se lanzaban tras las huellas de los bomberos (…). Las escuelas cerraron sus puertas ante la imposibilidad de llevar adelante las clases por las fatales interrupciones a cualquier hora. La sirena, el rugir de los motores en el aire, la precipitada huida a los refugios, las explosiones y de nuevo la sirena se convirtieron en un anormal y vertiginosos ritmo de vida para la familia bilbaína. (…) Corrían cantidad de chistes sobre la sirena y el juego del escondite. Pero era un humor amargo y sarcástico que mostraba cuan hondo había calado el terror».
Steer fue testigo del bombardeo sobre Bilbao el 18 de abril: «La curiosidad (…) me hizo salir al Arenal, frente al Hotel Torrontegui (…). De repente, dos bombarderos bimotores surgieron entre las nubes (…). Luego se oyó un confuso ruido de motores que aumentaba de pronto (…). Más tarde, una fuerte explosión, un furioso desboque de motores y repentinamente, a lo largo de la ladera de Begoña (…) se sintió una vertiginosa sucesión de bombazos (…). Había una gran muchedumbre bajo el puente viejo (de San Antón). Al sur, un avión salió de la nube, humeante, y se vio que el otro cabeceaba un poco. El primero fue perdiendo altura rápidamente y se estrelló en llamas en una loma al oeste del Nervión (…). El balance del bombardeo, de tres minutos, fue de 67 muertos y 110 heridos. Una franja de destrucción se extendió tersa sobre la Parte Vieja y Begoña, partiendo desde el golpeado muelle a orillas del Nervión donde las pescadoras vendían anchoas. Manzanas de casas baratas quedaron como abiertas en canal (…). Las calles en esta zona, la más pobre de Bilbao, eran un mar de cristales sobre el que descansaban coches y tranvías destrozados. A través de las calles de Solocoeche e Iturribide, San Francisco y Las Cortes, La Encarnación y Autonomía, se podían seguir las huellas del desastre. Las bombas habían penetrado hasta los baños de los sótanos, los túneles del ferrocarril y los refugios». El lugar más afectado fue «la fábrica de goma y calzado del señor Cotorruelo, que fue presa del fuego». Aquí fallecieron muchas personas, cuya recuperación de cadáveres describe Steer muy gráficamente: «aplastados, asfixiados, ahogados (…), hinchados cuerpos. Primero un niño de unos cinco años. Luego un joven. Después una mujer embarazada. Una familia completa (…). Se les veía el pelo húmedo y revuelto sobre sus caras magulladas».
El capítulo XVI está dedicado a la espinosa e interesante cuestión -para los lectores británicos- del bloqueo naval contra Bilbao, que coincidió con la segunda llegada de Steer a la capital vizcaína. Al principio, los políticos británicos se tomaron muy en serio la amenaza franquista de hundir, directamente o mediante minas, cualquier buque neutral que se acercara a Vizcaya, pero Steer puso todo su empeño en demostrar que el bloqueo era una farsa y que los franquistas carecían de capacidad naval y derecho para enfrentarse a la escuadra británica, como así fue.
Los capítulos XVII. XVIII y XIX están dedicadas a los combates de la primera línea del frente vasco durante el mes de abril, por lo que la ciudad de Bilbao apenas es mencionada. El capítulo XX narra el hecho por el que Steer fue más conocido: el bombardeo de Guernica, adonde llegó el periodista esa misma noche. Fue él quien lanzó la primicia al mundo, publicada en The Times y New York Times el 28 de abril con el título: «LA TRAGEDIA DE GUERNICA: Ciudad destruida en ataque aéreo». La conmoción internacional que ello provocó desató una polémica con las agencias de prensa franquistas, que negaron la autoría de su aviación y culparon de ello a los propios republicanos en su táctica de «tierra quemada». Por ello, Steer dedica el capítulo XXI a defender la honestidad de su denuncia, además de a relatar la caída de Guernica en manos franquistas el día 29, con lo que tuvieron libertad total para amañar pruebas. De hecho, comienza el capítulo XXII justificando la importancia histórica del bombardeo de Guernica, por más que no era el primer caso ni el más destructivo de ataque aéreo a una población civil (como acabamos de ver, sin ir más lejos, en el caso de Bilbao): «El bombardeo de Gernika (…) fue, sin ningún género de duda, el ataque más concienzudamente elaborado y perpetrado contra una población civil europea desde la Gran Guerra. Fue más concentrado que cualquier otra de sus experiencias en esta clase de holocaustos. Sus repercusiones internacionales fueron inmensas».
El resto del capítulo retoma la situación en Bilbao, ya durante el mes de mayo, en plena ofensiva de Mola. Las consecuencias psicológicas de los bombardeos se han visto aumentadas por el ejemplo de Guernica. «Bilbao (…) presentaba un panorama verdaderamente trágico. Todos los días eran bombardeadas las zonas industriales, las más pobladas; y luego se verificaba el entierro de las víctimas (…). Con media docena de raids aéreos por día (…), las mujeres pasaban todas las horas (…) sentadas en cuclillas cerca de los refugios (…). La única fase normal de sus vidas era el descanso nocturno».
En los refugios se vivían momentos de tensión: «El hablar fuerte y demasiado (…) consumía el aire y atacaba los nervios de todo el mundo. Se producían a veces disputas». La situación se veía agravada por la llegada de refugiados procedentes de los pueblos vizcaínos que iban cayendo en poder del enemigo: más bocas que alimentar y la amenaza constante del bombardeo aéreo sobre la población civil motivaron que el Gobierno Vasco solicitara la cooperación internacional para acoger niños, mujeres y ancianos. Principalmente, Francia, Gran Bretaña, la URSS, Bélgica, Holanda y Checoslovaquia acogieron a estos refugiados, cuyo embarque comenzó en Portugalete el 6 de mayo. Steer lo describe así: «Bilbao los despidió con gran solemnidad. Los carabineros (agentes de aduanas) revisaron minuciosamente todas las maletas de los pequeños (…). Todos fueron vacunados, pesados y medidos cuidadosamente antes de zarpar (…). Las sirenas de los vaporcitos pesqueros sonaron triunfalmente, pero con sordina (…): no querían dar la impresión de que se trataba de un ataque aéreo. A cada niño que presenciaba la escena, boquiabierto, le fue servida una cena de huevos fritos y café con leche».
Los capítulos XXIII al XXV alternan la descripción de los combates en el frente de Vizcaya con la continua falta de aviación para defenderse, que apenas fue suministrada por el Gobierno de la República. La situación fue aliviada ligeramente por una nueva llegada a Bilbao de Lezo de Urreztieta, a bordo de un buque panameño que traía 10.000 fusiles, 20.000 cartuchos, 250 ametralladoras y algunos cañones antiaéreos. Naturalmente, la Marina franquista intentaba localizar y hundir estos navíos de suministro, para lo que desplegó espías en la capital vizcaína: «los espías conseguían información gratis en el puerto». Para contrarrestarlos, «las calles y las paredes de los muelles se llenaron de carteles previniendo a los bilbaínos de los peligros del espionaje. Como fondo de los afiches se veía (…) un gran buque que la imaginación del pueblo debía llenar con toda clase de armas mortíferas que Bilbao necesitaba. En primer plano, en el puerto, aparecía la figura de un anciano vasco de aspecto risueño (…). Detrás de él la faz de un monstruo con dientes afilados con el oído atento (…). El cuadro completo tenía la siguiente leyenda: ‘ALEGRÍA EN EL PUERTO, PERO SILENCIO: EL FASCISTA ESCUCHA'». Todo un antecedente del Talk careless costs Uves que los aliados promocionarían durante la Segunda Guerra Mundial.
En los capítulos XXVI y XXVII se narra la ruptura franquista del Cinturón de Hierro, considerado la línea Maginot vasca, a la altura de Gaztelumendi el 12 de junio, que dejó a Bilbao virtualmente en manos del enemigo. Esa misma tarde, «el enemigo estaba bombardeando Bilbao con granadas perforadoras de doce pulgadas». Es decir, fuego de artillería. El bombardeo afectó al frontón Euzkalduna, cerca del Carlton, y «voló en pedazos» un edificio con «todos sus habitantes». «Bilbao estaba perdiendo la normalidad». Cuando al día siguiente cayó «la empinada cima de Santa Marina», «era imposible creer que Bilbao pudiera resistir por más tiempo». «Bilbao había dejado de ser la tranquila ciudad de la víspera. Muchos (…) se estaban preparando para huir a Francia (…). Aquella tarde, por primera vez, los aviones salieron a ametrallar Bilbao (…). Los Heinkel 111 se revolvían como tiburones en el cielo despejado de la ciudad. Hacían pasadas sobre el centro de la villa, ametrallándonos cruelmente. La ciudad rechinaba bajo la granizada de metal (…). La población civil pasó gran parte de la tarde en los sótanos y refugios. Todo el mundo se dio cuenta en un instante de que Bilbao estaba cayendo».
La gravedad de la situación motivó una reunión de urgencia «hacia medianoche» del 13 de junio en el Hotel Carlton, a la que Steer tuvo el privilegio de asistir. Acudieron el lehendakari Aguirre, «el general Gamir (jefe del Cuerpo de Ejército de Euzkadi) y sus jefes de sección (…), tres o cuatro ministros (es decir, consejeros, entre los que estaba Leizaola) y los otros consejeros extranjeros, Gurieff y Jaureghy”. A decir de Steer, el lehendakari estaba profundamente preocupado y pidió al jefe de Estado Mayor, Lafuente, un informe de la situación general: la I División «estaba destrozada», la V «se había visto obligada a retirarse» y entre muchas tropas «no existía coordinación ni enlace». Por su parte, Guerrica-Echevarría, jefe de la artillería, constató que cincuenta de los ochenta cañones «no tenían munición». Por tanto, los jefes militares aconsejaban la retirada, y el jefe de la Sección de Información, Arbex, casi lo suplicó. En cambio, Gurieff optaba por la defensa de la ciudad, en espera de más armamento y, sobre todo, más aviación. Pero el francés Jaureghy terció: «Al fin y al cabo no se trataba de París. Era la suerte de Bilbao la que estaba en juego. Bilbao no era su ciudad. Eran los vascos quienes tenían que decidir si querían o no ver su ciudad destruida, porque estaría en ruinas dentro de tres semanas». Por tanto, el Gobierno Vasco se retiró a deliberar, y a las cuatro de la madrugada del 14 de junio comunicaron que habían decidido evacuar a la población civil, resistir en Bilbao y solicitar la mediación del gobierno británico para que la ciudad no fuera destruida. Al día siguiente, el cónsul británico abandonó Bilbao y los periódicos quedaron reducidos a cuatro páginas, mientras que esa misma noche comenzó «el éxodo de la población de Bilbao hacia el oeste y el mar abierto», influidos por la desmoralización de las milicias y la abulia del Estado Mayor: «Las milicias, azuzadas en su miedo (…) por el propio Estado Mayor, tenían su base de operaciones en Bilbao (…). Cuando regresaban a la ciudad cada uno se iba a su casa y contaba a los suyos los peligros del frente. Sus familiares les hablaban de los numerosos muertos que habían producido los raids aéreos (…). Todos terminaban contaminados por el espíritu de retirada».
Steer relata así la evacuación de Bilbao en el capítulo XXIX: «En un momento, al anochecer, las amplias calles de Bilbao, entre los bancos y las oficinas del Gobierno, los altos bloques de pisos de granito y cristales de colores, y entre las espesas y pardas hileras de sacos de arena sucios, se llenaron de largas filas de hombres con docenas de camiones (…). Mujeres y hombres llevaban a sus hijos en brazos (…). Los portales eran una jungla de muebles (…), los cuales (…) quedaban hacinados en las aceras en destartalados montones. Había colchones esparcidos por todas partes».
Dicha evacuación se llevó a cabo de dos maneras: por mar, trasladando a la margen izquierda del Nervión (Baracaldo, Sestao y Santurce) toda la flota vasca, incluyendo los pesqueros y destructores; y por tierra, en dirección a la provincia de Santander. Tras dedicar varias páginas a describir pormenorizadamente estas dantescas escenas («mujeres, niños y ancianos se iban amontonando sin control en pesqueros»; «todos querían escapar de aquella guerra terrible para hallar paz y alimento»; «no eran hombres sino masa»; «los camiones rodaron por Bilbao, rebosando hasta los topes de sillas, jergones y bultos repletos»; «los faroles… de la calle estaban encendidos para iluminar… aquel desventurado averno»), Steer cita en castellano al capitán Arambarri, del Estado Mayor, que al contemplar la hilera de refugiados y tropas en retirada desde una ventana del Carlton: «Bilbao se ha perdido».
Efectivamente, a pesar de la decisión tomada en Consejo del gobierno autonómico la madrugada del lunes 14, después de tres días de evacuación una brigada asturiana se retiró de Asúa ante la presión de las tropas enemigas y dejó vía libre a la entrada franquista en Bilbao, que «podían presentarse en una hora».
Para comprobar el estado de la situación, Steer y Jaureghy (Monnier) se trasladaron al frente de Archanda. Hicieron una breve parada en «la basílica de Nuestra Señora de Begoña, patrona de los pescadores vascos, convertida en cuartel de la 1a División» bajo el mando del coronel Joseph Putz. «Figuras enrolladas en mantas color kaki dormían en la puerta principal (…). Las luces de las velas señalaban el altar, al fondo, y una lámpara colgante ante el pulpito mostraba el misticismo de la altísima bóveda (…). El suelo de piedra de la nave estaba vacío (…). Camas, colchones y jergones se alineaban en las naves (…) Pasamos junto a los resplandecientes ornamentos del altar y una cruz iluminada con velas (…). Otras luces mortecinas alumbraban los cristales de colores».
Cuando Steer y Jaureghy llegaron a las posiciones de Archanda, comprobaron que existía una brecha de dos kilómetros que permitiría a los franquistas la inminente toma de Bilbao. Por lo tanto, aconsejaron al Gobierno Vasco que emprendiese la retirada hacia Villaverde de Trucíos. El viernes 18 de junio, únicamente quedaban a cargo de la ciudad una Junta de Defensa (formada por el general Gamir Ulibarri y los consejeros Jesús María de Leizaola, Santiago Aznar y Juan de Astigarrabia) y las divisiones 1a y 2a, «dejándome la exclusiva de la caída de Bilbao». Efectivamente, Steer publicaría en Tibe Times unos días más tarde su último artículo desde Vizcaya, aunque no tan célebre como el de Guernica, titulado La última de defensa de Bilbao, en el que relata los combates de Archanda.
Para simultanear los últimos días de la defensa de Bilbao con la evacuación de la ciudad, Steer se retrotrae en el capítulo XXX a la mañana del martes 15 de junio, cuando los franquistas bombardean los depósitos de agua y cortan el suministro a Bilbao. Los habitantes se vieron obligados entonces a acudir a «un estanque ornamental con una fuente redonda» (posiblemente, el parque de Doña Casilda). «Allí se detenían los de las milicias y las jovencitas para lavarse, para recoger agua de beber, afeitarse y pintarse los labios. Inmaculados cisnes blancos se deslizaban sobre las aguas con aire descarado». Todo ello bajo el fuego de ametralladoras aéreas, que «silbaban a través de los árboles exóticos». Este nuevo ataque, desconocido hasta ahora en la capital y con una artillería antiaérea inexistente, ponía a prueba los nervios de los bilbaínos: «la tensión nerviosa de la gente estaba a punto de estallar. Una joven cayó presa de la histeria en la calle, frente a nuestra casa (…). No había agua pero sí histeria». Un plan de Montaud para conseguir agua reactivando el viejo sistema de conducción de agua de principios de siglo canalizando el agua del Nervión era factible, pero se tardaría un mínimo de ocho días.
En aquellos momentos, «los periódicos estaban reducidos al mínimo y en las paredes aparecían pegados los textos lacónicos de los decretos firmados por Leizaola», presidente de la citada Junta de Defensa de Bilbao. Mientras tanto, la resistencia de las tropas del teniente coronel Vidal en la zona del Malmasín y Basauri se reveló ineficaz, y su precipitada retirada impidió la voladura de los puentes, que habría permitido defender Bilbao desde la margen izquierda de la ría. El encargado de dicha voladura era De Pablo, el nombre de guerra de un asesor militar checoslovaco, por lo que según Steer, «Vidal y De Pablo fueron los responsables de la caída de Bilbao».
No obstante, dado que los militares profesionales no se decidían a volar ningún puente, lo hicieron por su cuenta las milicias comunistas, empezando por el «puente transbordador de Portugalete» la noche del miércoles 16. Steer dedica un párrafo a describir esta obra arquitectónica, reconstruida tras la guerra y declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en julio de 2006: «Aquella maravilla mecánica de los viejos tiempos era lo primero que llamaba la atención al entrar en el puerto de Bilbao. Colgado entre dos pares de mástiles a ambos lados del Nervión y suspendido por cables de un elevado sistema ferroviario, la parte (…) industrial del puente pasaba rápidamente sobre la ría con la cabina del transbordador llena de vascos y de coches. Después recorría ruidosamente el camino inverso».
El problema fue que la destrucción sorpresiva del puente Vizcaya estuvo a punto de dejar aislada en la margen derecha a la 5a División de Beldarrain, que cruzó la ría en «dos puentes de barcazas» y «gabarras de mineral de hierro abandonadas» mientras en Las Arenas la quinta columna se echó anticipadamente a las calles y fue duramente reprimida por el batallón anarquista Malatesta. Por su parte, la 1a División de Putz recibía «un bombardeo realmente serio» en «el Casino de Artxanda y la cima del Artxandasarri (…). Se veían columnas de humo en el centro de las alturas que dominan Bilbao. Nuestras ventanas temblaban». A continuación, la tarde de aquel 16 de junio, los franquistas lanzaron dos fuertes ataques de infantería contra Santo Domingo, a duras penas contenidos.
Mientras tanto, la artillería antitanque frenó un asalto con carros blindados contra el Fuerte Banderas, que dominaba «la margen derecha del Nervión. La artillería emplazada allí hubiera podido batir las dos carreteras a Valmaseda y Santander. La pérdida del Fuerte banderas hubiera sido fatal para Bilbao». Sin embargo, como ya se ha dicho, lo que sí se perdió aquella tarde por la precipitada retirada de la 2a División, fue el Malmasín, considerado «la llave de Bilbao» por el coronel Putz. Por eso ordenó un desesperado contraataque la madrugada del jueves 17, pero fracasó y «tuvo que trasladar su Cuartel general al Ministerio de Agricultura (en realidad, Consejería), en la parte trasera de la ciudad».
El capítulo XXXII está dedicado a la batalla por Archanda el jueves 17 de junio: «A las seis de la mañana, toda la cima, desde Bérriz a la estación de radio, no era sino una cortina de humo, y los edificios temblaban de tal manera que las camas se movían (…). Más de ochenta proyectiles por minuto (…). Así continuó dos horas más. Era el preludio del más cruento día de toda la guerra española. En aquellas dos horas fueron arrojados diez mil proyectiles sobre la estación de radio, el Casino, Artxandasarri y Bérriz (…). A las tres de la tarde se inició de nuevo una barrera de artillería: el Alto Mando enemigo había decidido abrirse paso o reventar. Lanzó a sus hombres como demonios a una acción final (…). La cuarta serie del día, de diez mil proyectiles, estalló (…) en la estación de radio, el Casino y Artxandasarri (…). Durante una hora no pude contar ni un segundo de intervalo entre explosión y explosión». Como había dicho Arambarri tres días antes, era ahora «Etxebarría, el joven oficial vasco que acompañaba a Jaureghy», quien ahora afirmaba: «Esto es el fin de Bilbao».
No obstante, la defensa continuó desesperadamente: «Nuestros cañones (…) batieron sus posiciones de San Roque y Santo Domingo (…). El furioso y entrecortado canto de armas automáticas (…) fue respondido con idéntica fiereza». Sus efectos comenzaron a notarse en la propia ciudad: «El metal se esparció por las primeras calles de Bilbao. Todo el mundo se refugió en los portales, dando la espalda a la batalla (…). Las calles de Bilbao quedaron desiertas (…). Después del mediodía (…), sobre la ciudad cayó más metralla; los Heinkel 111 volvían para acribillarnos». Los ataques afectaron también a la industria militar: «Los vascos (…) fabricaban sus propias municiones (…). Su propia clase trabajadora se afanaba en las fábricas (…). Pero aquel día (…) no pudieron seguir trabajando: pasaron el tiempo en los refugios».
Por la noche, los franquistas ya estaban en La Peña y amenazaban Deusto, donde «se alzaban blancas columnas de humo (…) A través de los incendios en Deusto, podía ver la encarnizada batalla de Archanda (…). Deusto ardía furiosamente y con él las casas de la ladera sobre las que habían caído bombas aquella terrible tarde. (…) Deusto estaba emborronado por fuego color carmesí».
Steer casi llega a implicarse personalmente en los combates del monte Archanda, que cambia varias veces de manos durante la tarde del jueves, 17 de junio: «Descargamos 200 fusiles y ametralladoras contra ellos. ¡Oh, qué recuerdos! La cima del monte desprendiendo humo (…), el fuego enfurecido a lo largo de la ría, el estruendo de la artillería por doquier, los cascos de metralla entremezclada (…) con los aviones de caza que se zambullían desde el cielo (…). ¡Qué juego aquél! (…) ¡Héroes, yo os saludo!»
Hasta tal punto se identifica el periodista con la causa antifascista que atribuye la pérdida de Archanda a un error de los propios republicanos y no a la eficacia militar de los franquistas: «Subí a Begoña para conversar con los hombres (…). Estaban cansados y furiosos. Aquella tarde nuestra propia artillería e infantería había disparado por error sobre ellos, causándoles cuantiosas pérdidas. Nos vimos forzados, por consecuencia, a retirarnos (…) del Casino, y este movimiento permitió infiltrarse al enemigo». También cayó el estratégico Fuerte Banderas, donde los franquistas instalaron el 18 de junio «una batería de 75 milímetros, que disparó contra nuestro coche».
Durante las últimas horas de resistencia de Bilbao, el orden fue asegurado por «los agentes vascos de orden público, con sus uniformes color azul marino y boinas con insignias de plata, que patrullaban Bilbao en grupos de tres con los fusiles colgados a la espalda».
El viernes, 18 de junio, mientras Steer se preparaba para marcharse («teníamos que prepararnos para la evacuación: nuestro piso quedaba en la prolongación de la Gran Vía, cercana a la orilla del Nervión, convertido ahora en frente de batalla»), el Estado Mayor fue trasladado «al Hospital Civil de Basurto, no fuera de Bilbao, pero sí cerca de sus puertas» y también «preparaba sus maletas (…), dispuesto a evacuar (…) El general y sus jefes de Estado Mayor (…) fueron los últimos en salir».
Por su parte, «la ciudad permanecía en completo silencio. Muy pocas personas circulaban por las calles. Diríase que la Gran Vía había ganado en longitud, anchura y desolación. La ciudad cobró el aspecto de un hombre (…) que mira (…) a la nada con los ojos vacíos, ignorante de lo que le espera (…) Las gentes que se habían quedado en Bilbao no salían de sus casas y se cerraban bajo doble llave».
La última noche de Bilbao bajo la República fue la del viernes, 18 de junio. Steer la pasó con Leizaola en la Presidencia del Hotel Carlton, y «después de la cena saqueé las habitaciones de la Presidencia (…). Me guardé en el bolsillo la pluma del Presidente y su último cuaderno de notas, sobre el que empecé a escribir este libro».
Por tanto, el autor fue testigo de la última reunión de la Junta de Defensa de Bilbao, en la que Leizaola decidió «rendir Bilbao de forma civilizada. Ordenó volar los puentes, sabotear las fábricas de material bélico y evacuar (…) a la población minera. Pero afirmó que no toleraría incendios ni pillajes, ni tan siquiera con fines estratégicos, en la gran ciudad de los vascos». En principio, ambas órdenes parecen incompatibles, y de hecho las milicias nacionalistas impidieron cualquier sabotaje de las industrias vizcaínas por parte de las izquierdas. Steer cita que el batallón nacionalista Gordexola y el 8° de la UGT fueron enviados a «destruir importantes maquinarias en la fábrica de material bélico de Barakaldo» (se refiere a los Altos Hornos de Vizcaya). Pero «los expertos y técnicos de la empresa enviaron gente entre ellos para insinuar (…) que era malo ocasionar daños al capital industrial de Bilbao». Ambos batallones «estaban demasiado agotados» para intervenir y «para el amanecer (del sábado 19 de junio) el Gordexola había colocado sus propios piquetes en las fábricas de Barakaldo».
También se consiguió evitar la destrucción del patrimonio histórico, concretamente la Universidad de Deusto «en consideración a los 35.000 valiosos volúmenes de su biblioteca» y la iglesia de San Nicolás, a pesar de que «podían constituir peligrosos emplazamientos para las ametralladoras enemigas (…) Un batallón vasco supervisó la remoción de la dinamita de la estructura de la Universidad».
De hecho, el último orden de batalla de las unidades republicanas se ciñó más a proteger Bilbao del saqueo y la tierra quemada que a defenderlo de la entrada de las tropas franquistas: «El Kirikiño se situaría (…) al nordeste de Deusto. El Ibaizabal en la cabeza del puente de Deusto. El Otxandiano entre la ría y los cuarteles de la Policía (palacio de Ibaigane) y el Amuategui en el puente de Buenos Aires. En el viejo puente del Arenal y la estación central del ferrocarril, el Itxarkundia. A la derecha de la estación, el Itxasalde, con el Malato de reserva en la Gran Vía. El Martiartu en el siguiente puente menor, río arriba (la Merced) … En el puente de San Antón, el batallón Bolívar». Es notorio que todos son batallones del PNV, que pretendían evitar desmanes de sus «compañeros de viaje» izquierdistas antes de la entrada de las tropas franquistas.
Otra decisión de Leizaola como jefe de la Junta de Defensa bilbaína fue «poner en libertad a los presos políticos de la cárcel de Larrínaga y trasladarlos hasta la cuesta de Begoña». Mientras tanto, los «detenidos, no sentenciados», fueron liberados en «la cumbre del Archanda» bajo la supervisión del comandante Gorritxo.
Por lo que se refiere a la voladura de los puentes sobre el Nervión, se realizó «alrededor de las dos (de la madrugada del sábado 19), cuando los últimos puestos avanzados de Begoña y Bilbao la Vieja, al otro lado del río, fueron retirados». A continuación, los cuatro principales puentes de la ciudad (Deusto, Buenos Aires, Arenal y San Antón) fueron dinamitados y «se apagaron a la vez todas las luces cíe Bilbao y el gas quedó cortado», porque «nuestros ingenieros (…) habían olvidado que los cables de luz y las tuberías de gas de Bilbao pasaban por uno de ellos».
A las cinco de la madrugada, «el cerco sobre Bilbao estaba casi cerrado. El enemigo ocupaba ahora toda la margen de la ría hasta los puentes destrozados. (…) Putz empezó a impartir órdenes a los batallones: había que retirarse antes del amanecer. Me di cuenta de que había llegado la hora de despedirme de Bilbao».
Mientras Steer y sus compañeros, junto con «los restos de la 1a División», abandonaban Bilbao, otras unidades como el batallón Otxandiano y la Ertzaña se quedaron para garantizar el orden o porque fueron copados. «Entre las cinco y las seis, el enemigo entró en Bilbao y lo ocupó (…). Aquella tarde la minoría de derechas de Bilbao abrió las persianas de sus ventanas y exhibió cautelosamente la bandera roja y gualda (…). En la plaza situada frente a la Presidencia, una multitud de unas doscientas personas entonaban canciones fascistas». Sin embargo, según Steer la mayoría de los bilbaínos odiaba o temía a los franquistas, principalmente a causa de los bombardeos aéreos: «cuando la ciudad fue ocupada por el Ejército invasor (…), las gentes no lo recibieron con alegría. La primera noche de la victoria se celebró con las puertas cerradas, las luces apagadas y silencio en las calles». Había caído el «último baluarte en España de la democracia pura» (es decir, que Steer no consideraba a la República Española puramente democrática).
Los últimos capítulos del libro, XXXV y XXXVI, están dedicados a la breve visita que Steer realizó a mediados de agosto a los políticos y militares vascos refugiados en Santander, y cómo esta provincia cayó una semana más tarde en poder de los franquistas, lo que provocó el fallido Pacto de Santoña con los italianos.
Bibliografía
El papel de los corresponsales en la Guerra Civil Española-. Homenaje a George Steer. Ayuntamiento de Gernika-Lumo, 2003. Actas de las jornadas celebradas en la villa foral entre el 13 de diciembre de 2001 y el 19 de enero de 2002. Cinco de los doce capítulos-conferencias están dedicados a la figura y obra de Steer; sus autores son: Lorenzo SEBASTIÁN, Alberto E1OSEGI, Manuel LEGUINECHE, Nicholas RANKIN y Carmelo LANDA MONTENEGRO.
RANKIN, Nicholas: Crónica desde Guernica: George Steer, corresponsal de guerra. Siglo XXI, Madrid 2005. La más completa biografía de Steer traducida al castellano, aunque sólo tres de sus doce capítulos se refieren a su esancia en Euskadi.
STEER, George L.: El Árbol de Gernika-. Un ensayo sobre la guerra moderna. Txalaparta, Tafalla 2003. La obra que Steer dedicó a la Guerra Civil en el País Vasco, pormenorizadamente analizada en esta comunicación por lo que se refiere a Bilbao, demuestra la implicación personal del autor en la época y el país que visitó, dando lugar a una obra vibrante aunque bastante maniquea, muy dada a la hipérbole y con un estilo más sensacionalista que literario.
TALÓN, Vicente: Memoria de la Guerra de Euskadi de 1936 (tres vols.). Plaza-Janes, Barcelona 1988. Esta elaborada trilogía sobre la guerra en el País Vasco ha servido para contrastar el contexto histórico, y especialmente para verificar las identidades de los asesores extranjeros, que en el libro suelen ser nombrados por alias.
PRESTON, Paul: Idealistas entre balas. Debate, Madrid 2007. Este reciente y completo libro, publicado tras la exposición en Madrid de una muestra sobre el mismo tema, es un análisis pormenorizado de la vida y obra de los corresponsales de guerra extranjeros durante la Guerra Civil Española. Por lo que se refiere a Steer, se le dedican únicamente 35 páginas de casi 400 y la información está basada en la introducción del autor a la edición de El Árbol de Gernika de Txalparta en 2003.
Descubre más desde Sociología crítica
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.









Posted on 2025/09/18
0